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Archivo Histórico Pareja & Familia

Comunicación y sexualidad: Mantener vivo el amor de pareja.

El fin de semana, cuando el fragor de nuestra batalla profesional se ha reducido, quizá sea el momento para detenernos y comprobar cómo está nuestra vida personal. Deberíamos contestarnos a cuestiones cómo: ¿cuántas horas dedicamos a nuestra relación? ¿Cuándo ha sido la última vez que hemos paseado de la mano sintiendo la piel del uno al lado del otro? ¿Cuántos días han pasado desde la última vez que hemos compartido un frenesí amoroso? ¿Qué han sido de aquellos días locos en los que los dos reíamos y soñábamos con nuestra vida en común?

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Archivo Histórico Inteligencia Emocional

El estómago y las rupturas emocionales

Mi amiga ha sido abandonada por su pareja. El le explicó que se le fue la ilusión y que la magia estaba agotada. Mi querida amiga se ha quedado parada en el tiempo del amor, y rechaza la posibilidad del abandono. No se alimenta. Sus piernas parecen dos palillos y su cadera se ha reducido en casi 5 centímetros. Los mofletes de antaño se han quedado prendidos de alguna fotografía que merodea por el salón.

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Conciliar, algo más que estar en casa

Había una joven muy rica, que tenía de todo: un marido maravilloso, hijos perfectos, un empleo que le daba muchísima satisfacción, una familia unida. Lo extraño es que ella no conseguía conciliar todo eso, pues el trabajo y los quehaceres le ocupaban todo el tiempo, y su vida siempre estaba deficitaria en algún área.

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Mis conflictos surgen del pasado

Mi amiga acababa de leer el mensaje de su amigo y me llamó desesperada. No entendía nada de lo que pasaba, y la desazón la mantenía sometida a una gran ansiedad. Hacía unos meses que había iniciado una relación, y durante estas vacaciones todo había girado en dirección contraria a sus deseos. Pocos mensajes, algunas intenciones de estar juntos fallidas, y más expectativas que logros. El final de todo este holocausto fue una fría separación que le resultaba ajena e incomprensible.

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La historia se repite

Mi amigo L. B., después de unos años en pareja, decidió romper porque le parecía que todo era demasiado superficial y poco retador. Antes de la ruptura había aparecido una muchachita de aspecto frágil, «profunda», llena de complejidades, que a mi amigo le cautivó por lo atractiva e inquietante.

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Comunicación y sexualidad. Mantener vivo el amor de pareja (162)

El fin de semana, cuando el fragor de nuestra batalla profesional se ha reducido, quizá sea el momento para detenernos y comprobar cómo está nuestra vida personal. Deberíamos contestarnos a cuestiones cómo: ¿cuántas horas dedicamos a nuestra relación? ¿Cuándo ha sido la última vez que hemos paseado de la mano sintiendo la piel del uno al lado del otro? ¿Cuántos días han pasado desde la última vez que hemos compartido un frenesí amoroso? ¿Qué han sido de aquellos días locos en los que los dos reíamos y soñábamos con nuestra vida en común?

Seguramente ya no viajas por puro ocio. Posiblemente ya no hablas de cosas informarles, ni indagas en cómo se siente tu pareja más allá de lo que es obvio. Quizá la sexualidad ha quedado relegada a un intercambio fisiológico apetente pero sin chispa.
Comunicación y sexualidad. Mantener vivo el amor de pareja (162)Cuando empezaste con tu pareja los ríos de la pasión corrían por tus venas, y cuando mirabas sus ojos estallabas de amor. Reías sin más. Corrías a buscarle para deleitarte durante breves minutos robados al reloj. Y le llamabas una y otra vez para simplemente escuchar la voz amada. Es probable que ya no recuerdes qué sentiste cuando te dijo te quiero. O cuando rozaste sus labios por primera vez, ni el instante en el que penetraste en su intimidad, o abriste las puertas de tu calidez al cuerpo turgente.
Porque la memoria es selectiva, y ahora dudas de que todo eso haya sucedido con la relación presente, con la que llevas tiempo, y con la que te has dejado invadir por la monotonía y la cotidianidad. Ya no preparas el baño caliente para juguetear con el agua. Ni acaricias su cuello, ni pasas tus manos por esas zonas tan incitantes. Has olvidado cómo se te erizaba la piel y cómo te invadían los deseos de hacerte uno, aquel impulso de atracción y cierta lujuria que ahora está adormecido por el tiempo y la rutina.
Has aletargado tu sexualidad compartida, y las has convertido en un medio independiente con el que consigues escaparte de tus responsabilidades a través de fantasías y locuras. Sueñas con otros cuerpos, con otra vida paralela en la que te vas enredando sin comprender el riesgo de la distancia. Y no es que hayas perdido el amor, seguro que no, lo que ha caducado es la ilusión, la pasión, la novedad y la imaginación.
Convendría que retomaras la sexualidad como un medio de comunicación, a modo de un intercambio energético que propicia una comunión en la que podéis reconoceros y proyectaros en vuestros cuerpos, y experimentar la desmaterialización de la individualidad. Cuerpo a cuerpo, con respeto y dulzura, con conocimiento y habilidad. Rozando lo excelso de ser uno sabiendo que a la vez sois dos seres independientes.
En Oriente la sexualidad tiene un principio energético, en el que dos personas pueden compartir y expresar toda la fuerza colmándose de gozo y experiencias llenas de libertad y belleza. El sexo no es una conquista o posesión, sino generosidad y capacidad de compartir la vivencia interior acatando el principio de igualdad, en el que dar y recibir, pedir y entregar, son una misma cosa.
Ahora que os conocéis, que sabéis cada uno de las necesidades del otro, es el momento de ampliar los horizontes y acercaros con agradecimiento. Porque esta vida diaria exige ampliar el mapa de conocimiento mutuo. Hay que romper con la pereza, la desmotivación, el costumbrismo que hace aburrida y caduca la vida sexual, para retomar la comunicación de los cuerpos y sentir el roce del alma.
Y todo ello es necesario porque una nueva relación acabaría en el mismo puerto si no resolvemos previamente la indulgencia en la que vive el deseo cuando no le excita el ánimo de poseer.
Empezad por hacer un DAFO de vuestra relación afectiva sexual. Comprobad cuáles son vuestras fortalezas, vuestras debilidades, las oportunidades que os aportan el cambio y las amenazas.
Si os interesa, podemos seguir cada sábado con la comunicación sexual y mi lucha por mantener las parejas en una relación gozosa y eterna.
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Historias de la vida. Hoy he cocinado para ti (68)

Cerró la puerta tras de sí. Como venía sucediendo en los últimos meses, él llegaba mucho antes que ella. Manuel le había llamado al móvil y, como siempre, ella se había disculpado. La excusa de hoy le había parecido, al menos, más creativa. «Estaba leyendo un libro para mi clase de escritura.» Sintió nuevamente la inquietud. Le venía sucediendo desde la primera vez que le planteó la ruptura. Cuando cruzaba el hall experimentaba diferentes sensaciones. Primero estaba la dentellada en el estómago y el nudo en la garganta, luego sentía un calor intenso que le recorría la piel y que solía acabar con una especie de respingo por toda la espalda. Miró alrededor congraciándose con la decoración. La había hecho con mucho mimo, cuidado cada detalle y pensado que a ella le gustaría. En aquella casa había vivido instantes maravillosos y momentos sombríos que le conducían a conflictos hasta ahora irresolubles. Para él eran incomprensibles tantos altibajos, aunque lo peor era la tensión, que le resultaba insufrible. Movió la cabeza quitándose esos recuerdos de encima y se dirigió a la cocina.
Fue poniendo la compra sobre la mesa. Sus movimientos eran muy pausados, como siempre. Este comportamiento, tan suyo, era otra de las muchas cosas que a ella le crispaban. Ella era como un volcán en permanente estado de erupción. Cualquier cosa que hacían juntos acababa en discusión, primero por los ritmos tan diferentes, y luego por las prioridades. Lo que para ella era vital a él le parecía una nimiedad, y viceversa.
Historias de la vida. Hoy he cocinado para ti (68)
Siguió colocando la compra. Había recorrido las estanterías de la Boutique del Gourmet. Marta, la dependiente más eficiente y simpática, le había ayudado a elegir la fruta madura en su punto, las piñas de importación, la ventresca de bonito, los quesos semicurados… Y siempre le preguntaba por ella. «¿Dónde está hoy? Hace mucho que no la veo.»
Continuó colocando cada una de las exquisiteces en el lugar correspondiente, separando las que iba a utilizar para la cena de esa noche. Había decidido sorprenderla: cogollos de Tudela, corazones de alcachofas, espárragos enormes de Navarra, granadas, queso de cabra… Con ella había aprendido a saborear platos diferentes, a cuidar la madurez de la fruta, la importancia de la presentación, la cantidad y calidad de todo lo que comían.
– Oye, Manuel, ¿tú crees que podría enamorarte por el estómago? Mi madre me decía que a los hombres se les enamora por el estómago, y que luego viene todo lo demás. Aquel demás me resultó muy prometedor.
– No. A mí no se me enamora por el estómago.
Su mohín de enfado les resultó a los dos muy divertido, y se rieron como locos. Ahora sabía que su respuesta había sido muy precipitada, fruto de sus relaciones anteriores. La alimentación no había sido protagonista de las cinco relaciones más importantes que había tenido hasta ahora; por el contrario, había primado la rapidez y la eficiencia, el quitarse de encima el «rollo culinario» de su familia norteña. Su madre había dedicado su vida a agradar a su padre, y sin embargo él le había cambiado por otra un poco más culta, bastante más mundana y con un desparpajo vital que le enloquecía. Con esta historia había aprendido bastante sobre dónde poner el foco, y pensaba que no era en la comida. Sentía, al igual que su padre, que había asuntos más importantes que un manjar, que a la postre se podía lograr en un buen restaurante. Estaba seguro de que se había fijado en ella por su especie de locura y porque era todo lo contrario que él. Rápida, siempre haciendo cosas, impulsiva y un poco traviesa.
Sonrió al recordar los exquisitos platos que en el tiempo que llevaban juntos le había preparado, todo elaborado rápidamente. En ella se combinaban la importancia del tiempo y el buen yantar que había vivido en su familia. Pasaba por la cocina como un rayo. Era igual que preparase pescado al horno que una ensalada o unos entremeses. Había descubierto mezclas de sabores que eran impensables y que adornaba con cientos de caricias, risas y miradas de soslayo. Ya no sabía si le engatusaba con la cocina, con el sexo (único hasta ahora) o con las charlas sobre el bien y el mal que tenían cada noche.
Dejó que el chorro frío del agua paseara por sus manos, mientras lavaba con cuidado cada verdura. Aquel frescor rompió el hilo de sus pensamientos, y cerrando los ojos la imaginó nuevamente. Un suave cosquilleo recorrió todo su cuerpo.
Ella pasó veloz, sin detenerse. No la había escuchado entrar, ensimismado como estaba. Realmente las risas, las caricias y aquella complicidad habían durado sólo unos meses desde que habían decidido vivir juntos. El saludo le llegó imperceptible. Aún no había abierto los ojos cuando comenzó a sentir sus movimientos por la habitación. Se estaba quitando la ropa para ponerse otra más cómoda. Rememorar los tiempos pasados le permitió aminorar la sensación de fracaso. La imaginó como antes, corriendo a la cocina o buscándole, llamándole y besándole el rostro.
Cenaron despacio, casi sin palabras, salvo algún que otro «Te ha quedado exquisito» o «Cómo ha ido tu día». Palabras que de tan monótonas se habían vuelto insoportables.
– Oye, Manuel.- Él apoyó su cabeza en el sofá y elevó su mano izquierda hacia la cara. Sintió un cansancio profundo. Extendió las piernas hasta tocar el reposabrazos. Su imagen derrotada no la enterneció. Con todo, no estaba dispuesto a discutir, posiblemente por haber estado deleitándose con los buenos recuerdos. Unos recuerdos que todavía le ilusionaban. No quería romper su precaria sensación de paz.
Se tapó la cabeza con la mano y se adormeció tras la rendija carnosa de sus dedos. Poco a poco dejó de escucharla, y las palabras se fueron alejando. Él caminaba por un sendero dorado, la llevaba de la mano y volaban.
– Tú sabes que esto no puede seguir así -decía ella en ese momento, y sus palabras eran como tambores lejanos. Se abstrajo. Sólo veía sus ojos verdosos melados, un gesto de rabia y la necesidad de ser escuchada.
Volvió a sentir la dentellada en el estómago, y de pronto se sentó, la miró, y le preguntó qué buscaba, qué era aquello que sentía cada noche para que tuvieran la misma conversación y la misma encerrona. Ninguno tomaba una solución, y aquello sólo servía para discutir y agrandar las distancias. «¿Qué quieres…?» No daba crédito a su voz, a su fuerza. Su mirada era directa, igual a la de ella. Estaba dispuesto a todo, a irse, a trabajar su relación. A lo que fuera.
-Ma-le sonó a delicioso caramelo en su boca- lo que quiero es tener mi espacio. Salgo a primera hora de la mañana y te quedas aquí, y cuando vuelvo siempre estás. No tengo espacio, Manu… No sé cómo decirlo. Ni siquiera sé si es razonable lo que te pido. Pero necesito estar sola en algún momento. Caminar por la casa, leer un libro, ducharme, hablar con una amiga… Sentir mi casa como un lugar íntimo. He nacido en una familia llena de gente, y desde mi infancia hasta ahora no he estado nunca sola, y no puedo más. Lo siento. Seguramente debería pensar de otra manera, pero no puedo. Te ataco, te aniquilaría cuando te veo. Te estoy diciendo una salvajada, lo sé. Pero es la realidad.
– ¿Quieres que me vaya?
Silencio.

– No, Manu… Seguro que hay otra solución. Busquémosla.

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Archivo Histórico

Amor en pareja (59)

Miguel se movía por la casa desesperadamente. Cada baldosa del suelo de mármol se convertía en un carcelero de su ansiedad. Miró a la calle por detrás de los visillos. La calle permanecía desierta, y la impotencia ante el paso lento del tiempo le atenazó de nuevo. Sus pasos se avivaron. Inició un paseo enfebrecido por el pequeño salón, que le parecía una jaula de barrotes de hierro. Cruzó de un lado a otro golpeando con fuerza una de las puertas de la habitación más cercana. El dolor de sus nudillos, un poco ensangrentados, le relajó, y optó por sentarse. El cansancio le había abatido, y cerró los ojos mientras esperaba.
¿Por qué había abierto la carta? Esta era la pregunta que cercenaba su pensamiento desde hacía más de seis horas. El destinatario de aquella carta no era él. Su familia le había inculcado el respeto a la intimidad. En su defensa sólo podía decir que no pudo evitarlo; sin embargo, el problema no estaba en el hecho de abrir o no abrir una carta privada. Eso ahora era lo menos importante. Lo que clamaba en su cabeza eran las palabras que estaban escritas, y de las que no podía abstraerse.
Mientras leía aquella letra menuda, una ansiedad extraña se había aferrado a su garganta, junto con una sensación de marejadilla en la cabeza que le provocaba cierta inestabilidad. Cuando acabó de leer, estrujó el papel hasta convertirlo en una bola entre sus dedos agarrotados. Hubiera querido gritar, pero su garganta permaneció muda, mientras que en sus ojos brotaba una lágrima de rabia, de impotencia, de miedo. Las manecillas del reloj le parecían enemigos irreconciliables de su desasosiego.
Lo habitual era que ella recogiera el correo; sin embargo, algo le arrastró hasta el casillero. Cuando abrió el buzón volvió a sentirse vulnerable. Esto le sucedía cuando faltaba a sus ideales; era una especie de fragilidad extraña, que surgía, preferentemente, en aquellos raros momentos en los que se «fallaba a sí mismo». Este escenario era uno de ellos.
Al fondo, insensible a su dolor, estaba la carta. Desconocía por qué tuvo aprensión y el corazón se había acelerado de aquella manera. El remitente no tuvo reparos en poner su nombre; seguramente había confiado en que ella recogería el escrito. Hacía tiempo que estudiaban juntos, que acudían a exposiciones y eventos, que le telefoneaba a cualquier hora (a él le parecía que con demasiada frecuencia). Ella le llamaba «su amigo del alma». Tenía muchos amigos. Le encantaba la facultad innata que ella tenía para relacionarse con el mundo entero.
Ciertamente, en los últimos meses, cuando volvía del trabajo se metía en su despacho y salía para la cena. Las jornadas laborales se hacían tediosas. Sus estudios de abogacía no habían logrado situarle en un puesto de interés, y cada día era un poco peor. Su motivación por su desarrollo profesional estaba por los suelos. Ella le decía que valía mucho; que el problema estaba en su cabeza, en la dificultad para relacionarse, en su pánico a dirigir a grupos…
Hasta que apareció este «amigo del alma» ella le esperaba ansiosa por su llegada, exigente, con una petición continua de vivencias, de sentimientos, de entrega. Así era ella. Vital, alegre. Lo mismo le elevaba a los cielos, que le bajaba a los infiernos más profundos.
Por el contrario, él era frío, inexpresivo. Su procedencia manchega le impedía mostrar públicamente sus sentimientos. Para qué negarlo, le resultaba bastante «cursi». Alguna vez ella le había pedido que acudieran a un especialista en problemas de pareja. La respuesta era repetitiva: «mis problemas los arregló yo, si no estás contenta ya sabes lo que tienes que hacer».
Las manos se le quedaban inermes antes de abrazarla, de acariciarla. Mil veces, en su mente, la estrujaba, la besaba, la acariciaba. La quería como un loco, aunque la vida al lado de ella era un continuo reto, y él se sentía torpe.
Las palabras de la carta seguían acompañando su espera. Había tanta complicidad, tanta serenidad y tanta trascendencia, que no podía, por menos, que envidiarles.
Estaba claro que ella necesitaba otras vivencias, y lo más grave es que él no era sensible a este requerimiento tácito, ni estaba dispuesto a hacer el esfuerzo para logarlo. Pensaba que aquel romanticismo era un poco añejo. Ella quería vivir una historia de amor eterna, salvar al mundo, y a la vez disfrutar de cada cosa. Esta fantasía ilimitada a él le ponía ante las cuerdas, y se revolvía. Su búsqueda era mucho más sencilla; tener un buen trabajo, ganar el dinero suficiente para darse los pequeños caprichos, y una vida tranquila. Y por qué negarlo: sentarse delante del televisor y ver pasar los programas mientras dormita.
Sintió el ascensor que paraba en su descansillo. La llave giró en la puerta y algo se detuvo dentro. En ese instante comprendió que seguía enamorado, y que podía perderla. Sintió un dolor que le arrebataba la razón. Sus brazos se apoyaron en las caderas como queriendo contenerse. Se paró. Miguel temió hacer lo mismo que con la puerta. Aún le dolían los nudillos. La sangre de los celos le cegaba. Realmente, quería golpearla hasta quitarle las palabras, la risa. Un ahogo muy hondo le invadió, y las lágrimas emanaron una vez más.
Sintió la ira y la impotencia por igual. Le faltaba empuje para luchar por las cosas; sabía que era un cobarde para enfrentarse a esos sentimientos de ansiedad, miedo y angustia que le invadían por completo.
Entró en el salón sonriente y llena de vida. Miguel la miró, guardó la carta en su bolsillo y le preguntó: «¿Cómo ha ido el día?». Antes de que ella le contestara se metió en su despacho. En la mesa, en un lugar privilegiado, vio la tarjeta de un especialista para problemas de pareja. Un sentimiento de dulzura le invadió. Ella no cesaba en su empeño, quizá su amigo del alma era sólo eso, y ahora tenía la oportunidad de ser lo que era en verdad: su compañero de vida.
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Archivo Histórico

Rupturas amorosas (5)

G. C. entró en el despacho con un paso lento. Arrastraba sus pies y sus ojos estaban enrojecidos. Muchas horas de llanto y desconsuelo se reflejaban en aquella cara de no más de 24 años. El informe que tenía en mi mano indicaba: “Posible desbordamiento por ruptura amorosa”.  G. C. empezó a contarme que hacía año y medio que tenía una relación con un chico, y que todo había ido muy bien hasta que él le mintió. “No puedo soportarlo. Cualquier cosa antes que una mentira…” En este momento su tono se elevó y el desbordamiento apareció, por lo que decidí no suspender su relato. Cuando se fue serenando, frené como pude toda la batería de historias que la joven tenía preparadas para convencerme de su buen hacer en contraposición al daño que le estaban haciendo las mentiras de su amado. Sus opiniones, alteradas por la tensión de los últimos días, poco o nada nos iban aportar en el trabajo que teníamos previsto; sin embargo,  su objetivo de dejar en evidencia las malas artes de su pareja y conseguir que su entorno le diera la razón, no permitía mi injerencia o desvío hacía otras cuestiones.

Imagen grande: Rupturas Amorosas

Por lo general, las personas tendemos a criticar a los seres queridos cuando no actúan como nosotros pretendemos. Hasta aquí todo es normal; no obstante, esta joven, como muchas otras y otros en la actualidad, se sentía incapaz de buscar la causa por la que su pareja optaba por la mentira en lugar de enfrentarse a la realidad, a costa de cualquier discusión. No estaba dispuesta a indagar en si su pareja tenía algún miedo, viendo en la mentira el modo de evitar males mayores (en este punto ya había reconocido que tenía celos de su compañero porque seguía tratándose con su ex novia). Le pregunté si en algún momento de esta relación u otra anterior, había mentido. No tuvo ningún reparo en aceptar que había mentido varias veces, matizando que sus mentiras no eran tales, sino intentos súper justificados de evitarle el dolor al otro. Me había servido en bandeja la siguiente pregunta: “¿Para qué piensas que tu pareja cambia la realidad,  cuál piensas que es su fin?”. “Estoy segura de que sigue con la relación anterior, de que le gusta el coqueteo iniciado por ella y él, que es un cobarde, lo alimenta.”

“Cuál piensas tú que es la solución”, le pregunté. Rápidamente expresó lo que creía; de un modo simplista descartó en su exposición cualquier sufrimiento de su compañero, quien parecía estar muy curtido en las continuas discusiones de los últimos meses. Hablamos de lo que tanto para ella como para él resultaba insoportable. Dialogamos sobre el bien y el mal del amor, de los compromisos, de la vida en general. Y en cualquiera de los temas tratados su visión no iba más allá de sí misma, de sus necesidades, de lo que podía o no podía resistir.

Tuve una sensación bastante desoladora. Nuestra sociedad vive una endogamia y un egocentrismo bastante enfermizo. La empatía no forma parte de nuestro aprendizaje en este complejo mundo de las relaciones, en las que nos vamos acostumbrando a pensar sólo en nuestro ombligo. Invariablemente necesitamos el amor de los otros, sin el esfuerzo para obtenerlo y por supuesto pensando que nos lo merecemos por ser quienes somos. G. C comprenderá,  no cabe duda, que además de ella existe el otro, y que hay que consensuar si se quiere llegar al amor eterno, en el que creo.

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