Mi amigo L. B., después de unos años en pareja, decidió romper porque le parecía que todo era demasiado superficial y poco retador. Antes de la ruptura había aparecido una muchachita de aspecto frágil, «profunda», llena de complejidades, que a mi amigo le cautivó por lo atractiva e inquietante.

Los primeros meses de esta nueva relación fueron apasionantes, aunque no ajenos a tristezas. Su nueva pareja tenía una vida familiar muy complicada, que fue conquistando muchos de los espacios comunes. Poco a poco fueron surgiendo situaciones de dolor y de gran angustia para su novia, que eran compartidos por mi amigo con total frenesí. ¡Aquello si era vida! Cada instante tenía un propósito muy elevado, y su importancia crecía como confidente, como coadyuvante para los momentos angustiosos, además de convertirse en un fiel oyente de las quejas y miedos de su compañera. Sus necesidades personales iban pasando a un segundo plano.

El mundo de ambos estaba conformado por visitas a psiquiatras, conversaciones largas y profusas en lágrimas, que anegaban a mi amigo de sentido personal y trascendente.

El tejido de esta relación, tan peculiar como mórbida, iba oprimiendo el corazón del muchacho, hasta el punto que no había espacio para nada que no fuera salvar a su amante de las redes de la depresión y el malestar constante.

Después de varias sesiones con un experto, entendió que era el momento de romper los vínculos nocivos y dramáticos en los que estaba amparada su relación de pareja, casi desde sus inicios.

Ya libre, se sintió como un joven apuesto, con una buena posición y lleno de deseos de vivir y sentir. Todos sus ánimos positivos estaban preparados, según pensaba él, para disfrutar de la risa y los placeres, que tanto tiempo le habían sido vetados. Entre tanto padecía el sentimiento de pérdida. Su última pareja había dejado un poso de dependencia afectiva que le torturaba, y del que no era totalmente consciente.

Pasados unos meses de este deambular solitario, los amigos le prepararon una cita a ciegas donde conoció a una muchacha de la que se prendó casi al instante. La joven, de mirada fulgurante y una fuerza arrolladora, le encandiló, y se convirtió en el oasis que afanosamente había buscado.

Movilizó en él admiración y deseos de compartir vivencias que fueran más allá de las propias de este fortuito encuentro. La relación se llenó de largas conversaciones, cenas, llamadas telefónicas, íntimas experiencias. Todo pareció ir bien los primeros momentos.

Han pasado varios meses y mi amigo vive encarcelado nuevamente en una relación tormentosa, en la que se mezcla la fuerza y la cobardía. Asustado por su torpeza, observa la necesidad de ser útil sin herramientas válidas para este nueva situación. Hay algo añejo que vuelve a aflorar, y de lo que no sabe desprenderse. Su afán de cuidar, de proteger, choca una y otra vez con la mente liberal e independiente de su nueva relación.