Miguel se movía por la casa desesperadamente. Cada baldosa del suelo de mármol se convertía en un carcelero de su ansiedad. Miró a la calle por detrás de los visillos. La calle permanecía desierta, y la impotencia ante el paso lento del tiempo le atenazó de nuevo. Sus pasos se avivaron. Inició un paseo enfebrecido por el pequeño salón, que le parecía una jaula de barrotes de hierro. Cruzó de un lado a otro golpeando con fuerza una de las puertas de la habitación más cercana. El dolor de sus nudillos, un poco ensangrentados, le relajó, y optó por sentarse. El cansancio le había abatido, y cerró los ojos mientras esperaba.
¿Por qué había abierto la carta? Esta era la pregunta que cercenaba su pensamiento desde hacía más de seis horas. El destinatario de aquella carta no era él. Su familia le había inculcado el respeto a la intimidad. En su defensa sólo podía decir que no pudo evitarlo; sin embargo, el problema no estaba en el hecho de abrir o no abrir una carta privada. Eso ahora era lo menos importante. Lo que clamaba en su cabeza eran las palabras que estaban escritas, y de las que no podía abstraerse.
Mientras leía aquella letra menuda, una ansiedad extraña se había aferrado a su garganta, junto con una sensación de marejadilla en la cabeza que le provocaba cierta inestabilidad. Cuando acabó de leer, estrujó el papel hasta convertirlo en una bola entre sus dedos agarrotados. Hubiera querido gritar, pero su garganta permaneció muda, mientras que en sus ojos brotaba una lágrima de rabia, de impotencia, de miedo. Las manecillas del reloj le parecían enemigos irreconciliables de su desasosiego.
Lo habitual era que ella recogiera el correo; sin embargo, algo le arrastró hasta el casillero. Cuando abrió el buzón volvió a sentirse vulnerable. Esto le sucedía cuando faltaba a sus ideales; era una especie de fragilidad extraña, que surgía, preferentemente, en aquellos raros momentos en los que se «fallaba a sí mismo». Este escenario era uno de ellos.
Al fondo, insensible a su dolor, estaba la carta. Desconocía por qué tuvo aprensión y el corazón se había acelerado de aquella manera. El remitente no tuvo reparos en poner su nombre; seguramente había confiado en que ella recogería el escrito. Hacía tiempo que estudiaban juntos, que acudían a exposiciones y eventos, que le telefoneaba a cualquier hora (a él le parecía que con demasiada frecuencia). Ella le llamaba «su amigo del alma». Tenía muchos amigos. Le encantaba la facultad innata que ella tenía para relacionarse con el mundo entero.
Ciertamente, en los últimos meses, cuando volvía del trabajo se metía en su despacho y salía para la cena. Las jornadas laborales se hacían tediosas. Sus estudios de abogacía no habían logrado situarle en un puesto de interés, y cada día era un poco peor. Su motivación por su desarrollo profesional estaba por los suelos. Ella le decía que valía mucho; que el problema estaba en su cabeza, en la dificultad para relacionarse, en su pánico a dirigir a grupos…
Hasta que apareció este «amigo del alma» ella le esperaba ansiosa por su llegada, exigente, con una petición continua de vivencias, de sentimientos, de entrega. Así era ella. Vital, alegre. Lo mismo le elevaba a los cielos, que le bajaba a los infiernos más profundos.
Por el contrario, él era frío, inexpresivo. Su procedencia manchega le impedía mostrar públicamente sus sentimientos. Para qué negarlo, le resultaba bastante «cursi». Alguna vez ella le había pedido que acudieran a un especialista en problemas de pareja. La respuesta era repetitiva: «mis problemas los arregló yo, si no estás contenta ya sabes lo que tienes que hacer».
Las manos se le quedaban inermes antes de abrazarla, de acariciarla. Mil veces, en su mente, la estrujaba, la besaba, la acariciaba. La quería como un loco, aunque la vida al lado de ella era un continuo reto, y él se sentía torpe.
Las palabras de la carta seguían acompañando su espera. Había tanta complicidad, tanta serenidad y tanta trascendencia, que no podía, por menos, que envidiarles.
Estaba claro que ella necesitaba otras vivencias, y lo más grave es que él no era sensible a este requerimiento tácito, ni estaba dispuesto a hacer el esfuerzo para logarlo. Pensaba que aquel romanticismo era un poco añejo. Ella quería vivir una historia de amor eterna, salvar al mundo, y a la vez disfrutar de cada cosa. Esta fantasía ilimitada a él le ponía ante las cuerdas, y se revolvía. Su búsqueda era mucho más sencilla; tener un buen trabajo, ganar el dinero suficiente para darse los pequeños caprichos, y una vida tranquila. Y por qué negarlo: sentarse delante del televisor y ver pasar los programas mientras dormita.
Sintió el ascensor que paraba en su descansillo. La llave giró en la puerta y algo se detuvo dentro. En ese instante comprendió que seguía enamorado, y que podía perderla. Sintió un dolor que le arrebataba la razón. Sus brazos se apoyaron en las caderas como queriendo contenerse. Se paró. Miguel temió hacer lo mismo que con la puerta. Aún le dolían los nudillos. La sangre de los celos le cegaba. Realmente, quería golpearla hasta quitarle las palabras, la risa. Un ahogo muy hondo le invadió, y las lágrimas emanaron una vez más.
Sintió la ira y la impotencia por igual. Le faltaba empuje para luchar por las cosas; sabía que era un cobarde para enfrentarse a esos sentimientos de ansiedad, miedo y angustia que le invadían por completo.
Entró en el salón sonriente y llena de vida. Miguel la miró, guardó la carta en su bolsillo y le preguntó: «¿Cómo ha ido el día?». Antes de que ella le contestara se metió en su despacho. En la mesa, en un lugar privilegiado, vio la tarjeta de un especialista para problemas de pareja. Un sentimiento de dulzura le invadió. Ella no cesaba en su empeño, quizá su amigo del alma era sólo eso, y ahora tenía la oportunidad de ser lo que era en verdad: su compañero de vida.