El tema de la envidia es muy español. Los españoles siempre están pensando en la envidia. Para decir que algo es bueno dicen: «Es envidiable».

 

JORGE LUIS BORGES

El diccionario de la Real Academia de la Lengua tiene dos significaciones para la envidia: «tristeza o pesar por el bien ajeno» y «emulación por algo que no se posee».

Cuando estamos anegados por el primer significado, «tristeza o pesar por el bien ajeno»,  no buscamos que nos vaya bien a nosotros, sino que el otro pierda y podamos verle caer en su desgracia. Poco o nada nos importan los logros materiales y el bienestar social o económico; muy al contrario, el motivo de nuestra envidia está centrado en el envidiado. Son sus cualidades y competencias las que nos exasperan y tensionan. Como en cualquier caso donde la rivalidad se personaliza, nos sentimos carentes y perjudicados, lo que nos hace rendirnos antes de la batalla, eludiendo cualquier esfuerzo.

La envidia, una limitación del éxito personal y ajeno

En la segunda acepción, «emulación por  algo que no se posee», lo que nos interesa son los logros obtenidos por la persona envidiada, contra los que competimos, y que nos impulsan a sentirnos vencidos y fracasados. En este caso, nos concebimos faltos de posesiones, de beneficios, de bienes y de un amplio etcétera. Nos fijamos en las riquezas que el otro ha logrado y nos olvidamos de la persona, de sus vivencias o sus necesidades. Sólo nos preocupa competir por los objetos onerosos que la persona ha logrado, independientemente de cómo y para qué le sirven.

Psicológicamente, podemos decir que la envidia revela una deficiencia personal que no estamos dispuestos a admitir, y aun aceptándola, no  somos maduros para subsanarla a través del esfuerzo que ello implica.

Mi admirado Dante Alighieri castiga a los envidiosos en el «Purgatorio» de La divina comedia cosiéndoles los ojos para que no puedan disfrutar del placer de ver caer a los otros. La realidad es que, cuando nos abatimos por la envidia, sufrimos por los éxitos y disfrutamos de los fracasos ajenos, origen y  causa de nuestra mediocridad. La envidia nos cercena la creatividad y nos confina en el reino de la vulgaridad, donde nos recreamos en intentar repetir, sin lograrlo, las obras maestras del envidiado.

La envidia la ocultamos detrás de delicadas o tenebrosas máscaras. Por un lado, deambulamos repitiendo el discurso de nuestros merecimientos y la injusticia del mundo que no nos los reconoce. Y por otro, buscamos oyentes dispuestos a escuchar las maldades del objeto de nuestra inquina.

Debido a estos modos de pensar, nos convertimos en seres retorcidos e inhibidos para la creatividad. Ya en la infancia mostrábamos nuestra envidia eludiendo las responsabilidades y haciéndolas caer en los demás mediante la acusación, la crítica o dejando en evidencia las pequeñas fallas de los otros.

Los mayores podemos detectar en muy tierna edad cuál de las envidias somete y domina a nuestros infantes o jóvenes. Cuando envidian al hermano o al amigo, señalan sus defectos, sin detallar los éxitos. No les importa si le regalan un juguete más o le dan una mayor propina, sólo les interesan sus cualidades y sus potenciales. Aun cuando hubiera desaparecido el ser envidiado, no podríamos rescatarles de este sentimiento pernicioso y malévolo.

Los niños envidiosos buscan en este caso, a través del descrédito muy bien elaborado, que el otro caiga en desgracia. Miran sus errores y los hacen visibles de forma ostentosa ante cualquiera que quiera escucharles.

La necesidad de poseer lo mejor y que nadie más pueda disfrutar de ello es uno de los sellos de identidad de los niños que envidian los objetos sin preocuparles quiénes son los dueños. Se les reconoce de inmediato porque detallan lo que anhelan enfadándose cuando no lo consiguen. Su aceptación de la frustración es casi nula, y llegan a mentir para obtener lo que buscan.
En muy pocos casos nombran a los dueños de los juguetes o cosas que estiman. Pareciera que los objetos han surgido de la nada y nadie fuera su dueño. Así evitan el sufrimiento y se acercan a poseerlos sin competir con los amos de las posesiones.

Ahora nos queda reflexionar sobre nuestra particular envidia; primero, hemos de ver qué envidiamos, si al sujeto o al objeto, y después cómo lo manifestamos.

La meta de este post es recuperar nuestra originalidad y desbloquear la insignificancia a la que nos somete envidiar.

Si deseas algún objeto que otro haya logrado, ponte como objetivo esforzarte para llegar a ello. Y si es a alguna persona, evita difamarla, además de listar  sus cualidades y organizarte para crecer en sus competencias. Aunque no consigas llegar a ser igual, seguro que tu unicidad te compensa.

Literatura: Abel Sánchez, de Miguel de Unamuno.