El film de Ridley Scott Gladiator se inicia con una gran batalla entre romanos y germanos. El general de las legiones romanas, Máximo Décimo Meridio, (Russell Crowe), gritaba a sus soldados: «Dentro de tres semanas yo estaré recogiendo mis cosechas. Imaginad dónde queréis estar y se hará realidad». Luego añadió: «Hermanos, lo que hacemos en la vida tiene su eco en la eternidad». Quizá hayan sido estas palabras las que abocaron a nuestro héroe a renunciar a sus sueños  y alejarse de sus amadas campiñas extremeñas, cercanas a Merita Augusta. En el campo de batalla yacen más de cinco mil soldados romanos muertos. Máximo, extenuado, grita: «Roma Vinci». Y entre tanto, en un carromato, Cómodo (JoaquínPhoenix) intriga sobre las decisiones de su padre para su sucesión. Tales son las paradojas del ser humano: mientras unos defienden sus ideales, otros sólo quieren vivir de los resultados del vencedor.
 
Marco Aurelio (Richard Harris) agradece a su fiel guerrero conminándole a que esta sea la última matanza. Para Máximo, esto sólo es posible después de aniquilar a todos los enemigos de Roma. El César le recuerda: «Siempre hay alguien con quien pelear». Pero Máximo quiere volver a su hogar. Unos minutos antes se debatía en el suelo contra la muerte. Sus manos ensangrentadas cercenaban los cuerpos que se movían a su alrededor. Las cosechas para las que estaba preparado no eran las de los campos fértiles donde crecen las espigas de trigo. Su alma ruda no vislumbraba su futuro, ni tampoco apreciaba su presente.
 
Llenamos nuestras vidas de conocimientos y de vivencias. Nos debatimos entre el éxito y la riqueza, anhelando momentos y lugares que nos abstraigan de los esfuerzos. Nos confrontamos con las horas de trabajo y los breves instantes de placer, mientras que el mundo nos reclama consideración y compresión social.
 
Roma necesitaba a un estratega. Máximo ya había aprendido a guerrear, había practicado la lucha y experimentado la victoria. Todas estas experiencias le conferían congruencia y capacidad para lidiar con un nuevo estado de cosas donde primara el diálogo sobre la guerra. Sólo él podía transmitir la necesidad de consenso con los países vecinos. Atrás quedaban los muertos; no hay ninguna guerra que no aporte dolor a todos los implicadas. En cada discusión, en cada confrontación, todas las partes pierden.
 
Algunos somos como Cómodo. Llegamos al final de la contienda, y cuando los soldados gritan el nombre de Máximo enfebrecidos de admiración, la envidia nos envilece. Cuando el pueblo grita el nombre del envidiado suplicamos la misma atención. Los días de recreo ya pasaron, y ahora queremos que nos aclamen. «Me la perdí, me perdí la batalla», grita Cómodo abrazando a su padre. Nos hemos perdido la batalla. No estuvimos en la guerra de la vida y queremos los laureles del triunfador. Nos debatimos entre el esfuerzo y la desgana; sin embargo, nos regocijamos apropiándonos de los triunfos ajenos, porque en nuestro yo profundo llevamos mucho de Máximo, pero también de Cómodo. Repudiamos el alejamiento de nuestro padre. Nos sentimos zaheridos con las lanzas del desamor cuando nuestro amado protector mira con orgullo a nuestro opositor. Horas antes nos recreábamos en el placer fútil y disoluto.
 
Quién va a dirigir este nuevo mundo. El mundo del cambio. Donde desaparezcan la corruptela, los intereses creados, las diferencias entre unos y otros. Donde el hambre sea un recuerdo, la pobreza una fiebre pasajera. Donde todos los niños sean atendidos por igual. Donde el rico hable con el pobre y le enseñe el arte de la riqueza. El lugar en el que todos miremos a un mismo punto. En el que las mejores ideas confluyan para cuidar el planeta.
 
Marco Aurelio nos llama a sus aposentos. Nos pregunta: ¿por qué estamos aquí? Sabemos la respuesta, y como Máximo decimos que estamos aquí por la gloria del Imperio. Sabemos que estamos en el mundo para el mundo. No para nuestros propios intereses. Hemos nacido para hacer crecer lo que nos rodea y convertirlo en próspero y útil para aquellos que viven en este “imperio!. Marco Aurelio nos enseña el mundo que hemos creado. Inmenso. Igual que las conquistas de Roma.
 
Durante miles de años hemos luchado los unos contra los otros. Hemos pensando que con cada terreno arrebatado a los otros ganábamos algo para nosotros. Hemos vertido sangre, dolor, miseria. Durante siglos no ha habido ni cuatro años de paz en la Tierra. Y, ¿para qué? El César se hace esta pregunta rendido.
 
Sentémonos juntos. Hablemos un rato con franqueza. De persona a persona. Millones de nuestros hermanos yacen en el frío barro. Muchos sangran por sus heridas. Otros no abandonarán los lugares a los que llegaron para saciar su hambre. No quiero pensar que lucharon y murieron por nada. ¿Qué quiero creer? Que hasta ahora hemos luchado por unos ideales, por unas creencias. Seguramente no lo hemos hecho de la mejor forma. Como Marco Aurelio propone, es necesaria una transformación. Es el momento de dar un giro a nuestro modo de entender la vida.
 
Adelantemos a nuestro final. Que antes de sentirnos agotados, tengamos una perspectiva diferente. Ciertamente, soñamos con nuestra casa, y el sol la calienta con sus rayos. Pero sólo cada uno de nosotros puede aportar una luz diferente a este holocausto que nos rodea. Miremos atrás. Recordemos las veces que le hemos dicho que no al Marco Aurelio de nuestra existencia. A cuántos ofrecimientos de ser los protectores de este mundo nos hemos negado, y en nuestro lugar hemos nombrado a otros. El mundo lo dirigen muchos Cómodos que aman el poder, aunque no el camino para lograrlo. Hay muchos Máximos que se negaron al honor de ser los transformadores.
 

Seguiremos hablando de Gladiator. Gracias por estar al otro lado y leer estas reflexiones de tú a tú.