Decía Benjamín Franklin que la peor decisión es la indecisión. Seguramente, en este juego de palabras Franklin nos inducía a pensar que la indecisión surge de un acto consciente deseado por nosotros para no llegar a realizar alguna acción que tememos por el fracaso que llevaría implícito, o porque quizá podría llevarnos al éxito.

Sea una cosa u otra, muchos de nosotros vivimos deshojando una margarita para cada una de las acciones que implica estar vivo. Y no es que las dudas surjan siempre sobre una materia compleja de la que depende nuestra vida o el bienestar de otros, a veces las dudas son el caballo de batalla de aquellos que nos negamos a perder algo en la elección.

Entre dos situaciones, ambas apetecibles, no queremos perder ninguna de las dos. La duda podría, en este caso, estar escondiendo un alma avariciosa que quiere poseer todo lo que le rodea para desechar o disfrutar ahora una cosa y luego otra.

Destinos, amigos, viajes, restaurantes, películas, vestimenta, libros, ocio… Cualquier objeto, cosa o posibilidad se convierte en un martirio mental que se repite una y otra vez, llevándonos ahora hacia un lado,  ahora hacia el otro. «De modo que cuando la duda se convierte en una obsesión, en vez de ser un criterio lógico de la racionalidad se transforma en una tortura mental paralizante. En efecto, el que padece esta patología se bloquea al preguntarse constantemente si lo que hace o podría hacer es acertado o equivocado, correcto o incorrecto, moral o inmoral, saludable o nocivo, bueno o malo, etcétera». (Nardone, 2009.)

Y en este estado de total incertidumbre aparece la angustia y el miedo a que una opción elimine la otra para siempre, siendo casi imposible decidir, lo que lleva a  una crisis de pesimismo y malestar que anula la libertad para elegir.

«La duda se convierte en el fundamento de una cadena obsesiva de preguntas en busca de respuestas tranquilizadoras y definitivas, y por esto imposibles de obtener. Esta búsqueda  irrazonable de la “verdad” conduce a un auténtico laberinto mental, en el que el sujeto se pierde y permanece prisionero.» (Nardone, 2009.)

La duda deriva en una incapacidad para aceptar la pérdida de algo en beneficio de otro algo también deseable. Este apego desmedido deriva en una inconsciencia e incapacidad para saber lo que es válido de lo que no.

¿Cómo podríamos salir de esta espiral obsesiva sobre qué elegir y qué desechar? Lo primero sería reconocer qué ha sucedido anteriormente ante este ejercicio de preguntas y respuestas infinitas.

Más allá de reconocer que ha sido inútil este proceso, es necesario descubrir cómo se inició  y aceptar las ventajas que se derivaron de este estado de latente inactividad e inseguridad. Si no comprendemos que la indecisión y la duda nos facilitan el inmovilismo, la falta de liderazgo personal y una desestabilización generalizada, poco o nada conseguiremos, y caeremos vencidos por el dragón.

¿Cómo destruir a este dragón poderoso?:

—Dejando que surjan todas las preguntas, pero no escuchando las respuestas.

—Analizando las cuestiones y la oportunidad de las mismas.

¿Qué preguntas son aquellas que ayudan a vencer la indecisión?

—Todas las que alimentan la duda.

Probad a haceros preguntas sin respuesta. Parece que es absurdo, pero seguro que la indecisión irá cediendo. Podemos probar en el blog, y así lo compartimos