En el film de Martin Scorsese Infiltrados (The Departed) del año 2006 los protagonistas principales, Billy Costigan (Leonardo DiCaprio) y Colin Sullivan (Matt Damon), participan en un plan contra la mayor banda del crimen organizado que existe en Massachussets. La élite de la policía desarrolla una estrategia en la que es imprescindible introducir un topo dentro de la organización mafiosa. Para este papel eligen a Billy Costigan, un joven policía procedente del sur de Boston y cuyo tío era mafioso, dato que posteriormente hará creíble que deje la policía y que le encierren en la cárcel por un delito menor.
Escena a escena, los personajes van desgranando habilidades para parecer corruptos (Billy), o aptitudes singulares para dar una imagen perfecta de ejemplaridad (Colin). Billy simula ser un joven malo y perverso, y Colin el mejor policía del cuerpo. Ambos están mintiendo, y la trama va configurando acciones que mantienen en tensión a los espectadores. Cuando parece que van a ser descubiertos y tocan los límites de la credibilidad, el público se inquieta queriendo avisar al bueno de lo próximo que está el malo.
Porque en este camino de mostrar y convencer de lo que no son, el supuesto bueno se lleva golpes a diestro y siniestro, y el que realmente es corrupto vive felizmente. Hasta consigue enamorar a una estupenda psicóloga policial (Vera Fármiga), a la que quiere utilizar para descubrir al infiltrado policial (ser auténtico acaba teniendo premio).
Durante la proyección es imposible desviar la atención de la película. Cada escena se compone de los elementos más sutiles y explícitos del bien y el mal. De lo correcto y de lo que no lo es tanto. Los personajes abominables te abducen, y hasta parece que te sientes feliz cuando fracasan. Los estudiados matices perversos que manifiestan Frank Costelo y su banda, ya adentrados en la trama, te van conduciendo a tomar partido. En mi caso me molesta la lentitud de Billy, y me niego a que gane la rapidez y sagacidad de Colin. Uno y otro van encontrándose y cercando la zona en la que se dirimirá la gran final, en la que, como parece lógico, ambos pierden.
Scorsese se reinventa y cumple con las expectativas del film, que le llevan a ganar 4 Oscars (Mejor Director y Mejor Película entre ellos). Es posible que este gran director y el guionista William Monahan hayan decidido este tema sin más. Pero en mi caso cada escena me revuelve. Me atenaza y me incita a una reflexión permanente. Los protagonistas de la película necesitan modelar los personajes que realizan. Bill debe convertirse en un malvado y corrupto policía, y para ello adopta el papel agresivo, malévolo y confuso. Y poco a poco va siendo abducido por este personaje, perdiendo su condición y muchos de sus valores. Aquellos por los que ha luchado toda su vida, y que se van oscureciendo entre golpe y golpe. Entre mentira y mentira.
¿Qué nos pasa cuando queremos convivir en ambientes que difieren y nos alejan de nuestros verdaderos ideales? ¿Qué sucede cuando los jóvenes dúctiles, de almas inmaduras, acuden a los grupos más marginales para ser aceptados y malean su espíritu? Mimetizan para ello comportamientos arriesgados, buscando que todos se sorprendan y les permitan entrar en su grupo. Cada hazaña es un reto que busca la admiración, sin que importe el riesgo.
Recordé a un gran muchacho. Uno de los más nobles que he conocido. Cuando tenía 16 años se sentía el más feo de la pandilla. Pelirrojo, gafotas, débil y sobre todo influenciable. Un día coincidimos en una taberna. Sus «amigos», mucho mayores que él, le animaban a beber una botella de coñac. Si se negaba era un cobarde y un imberbe. Se la bebió. No dejó ni una gota. Los ojos grises de aquel crío parecía que iban a estallar cuando dejó la botella en la barra. Nadie tuvo la oportunidad de detenerle. Su cabeza se levantó desafiante y los muchachos se rieron de él y se marcharon. Deambuló durante mucho tiempo ebrio por los lugares. Su mayor deseo era que le aceptaran en el grupo de los mayores. Quería ser el mejor, el más valiente. Intentaba repetir todo lo que aquellos salvajes hacían.
Colin se respeta a sí mismo, y todo lo que hace está meditado. Busca ganar dinero, y no le importa el medio. Es corrupto y puede estar en cualquier ambiente. Se siente fuerte. No se deja arrastrar por la compasión, y quiere llegar hasta la meta que se ha trazado. Billy, por el contrario, es débil. Busca limpiar su nombre. Ser admirado por sus logros, y que los demás sepan que no es como su tío. Ni como su familia. Él es respetable. Él tiene un sentido de la responsabilidad diferente. Pero actúa como su tío. Consigue atacar, golpear, y cada uno de estos actos le lleva a rebasar los límites y le alejan de su objetivo. Todos consiguen que dude de quién es y para qué está allí.
Quizá debamos fortalecer mucho más nuestros verdaderos valores antes de intentar cambiar el mundo que nos rodea. Es posible que, si no lo hacemos, los vientos malditos nos arrastren y nos conviertan en piltrafas con las que juega el destino.
Cabe recordar las veces que hemos sido sometidos por las intenciones de otros. Y aceptar que hemos claudicado en actos que nos parecían despreciables. Robado, criticado, mentido, engañado… En fin, es posible que todos hayamos sido un poco Billy, junto a muchos Colin, Costelo… Ahora nos queda analizar nuestros valores y retornar a ellos. Hacernos muy fuertes para que después, y quizá sólo después, podamos salir a cambiar el mundo, pero antes el nuestro.
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