En el film de Paul Greengrass, El ultimátum de Bourne, Jason Bourne (Matt Damon) busca desesperadamente saber quién es. Para ello, en las primeras escenas, recorre varios países, en los que encuentra retazos de su pasado. La película se inicia en Moscú y termina en Nueva York. Entre tanto visita París, Londres y Tánger. En cada uno de estos lugares lucha contra alguien a quien tiene que vencer, casi siempre matándolo. La violencia le persigue, y a ratos revive momentos durísimos de su pasado. Algo que ha olvidado; las piezas del puzzle del sentido de su vida.

Pareciera que poco o nada nos puede aportar este film. Supuse mientras lo veía que nada tenía que ver con nuestra vida cotidiana en ciudades en las que los ciudadanos vivimos entregados a las tareas profesionales y personales. Pocos de nosotros (espero que ninguno) estamos cerca de dirimir nuestras batallas rompiéndole la cara a otro con un revólver. No me imagino dando saltos por las calles de Tánger para salvar a una rubia preciosa perseguida por un árabe muy poco expresivo, aunque muy expeditivo.
Y a pesar de este sentimiento de lejanía, me sentía angustiada conforme se sucedían los fotogramas. Me observé tensa. Quizá hasta un poco desencajada.
 
El camino de vuelta a casa. El ultimátum de Bourne (118)Cada vez que Bourne recordaba una secuencia de su martirizante pasado, mi estómago se encogía y vibraba. Además, el corazón me latía a un ritmo alocado. Me levanté de la butaca, y paseando por el salón busqué qué me podía estar sucediendo. Nada me parecía menos cercano que aquel joven pegando a diestro y siniestro a todos los que le rodeaban. Su lucha entre vencer y perdonar. Su cara bondadosa y retadora. En fin, demasiados ítems nada familiares, y sin embargo mi tensión iba in crescendo.
 
En un determinado momento se descorrió la cortina de su pasado. El protagonista se encontraba en un lugar donde le preguntaban si aceptaba algo, y él repetía una y otra vez «no puedo». Parecía que le exigían romper con sus ideales. Jason prefería seguir recibiendo aquellos espantosos golpes mientras metían su cabeza en un saco negro. Como no era suficiente la paliza que le propinaban, acabaron introduciéndole la cabeza bajo el agua. La pregunta seguía siendo la misma, y también la respuesta: «no puedo, no puedo».
 
Uno de mis maestros utilizaba una teoría en la línea de los mitos cristianos y platónicos para exponer su visión sobre el ser humano, y que me puede servir aquí como metáfora de lo que quiero trasmitiros. Decía que cuando nacíamos olvidábamos nuestra procedencia divina. Veníamos al mundo para hacer una labor muy importante, arrinconábamos esa realidad e íbamos conformando nuestra experiencia personal con pequeños logros de satisfacción inmediata sin repercusión ni trascendencia. Cuando íbamos creciendo, afirmaba, teníamos la posibilidad de elegir entre dos caminos. Uno nos llevaba de vuelta a casa. Al lugar del que habíamos partido. Algo así como un Edén infinito. Un espacio de confluencia y consenso, lleno de valores y objetivos transpersonales. Por este camino todos nuestros actos tenían en cuenta a los otros, surgía el amor incondicional y aceptábamos los retos trascendentes. Retos con alma.
 
Por el contrario, el otro camino aguardaba sorpresas a priori más divertidas, en las que el deleite de lo inmediato nos alejaba de lo imperecedero. En este camino nuestro nivel de insatisfacción era muy bajo, y queríamos resultados inmediatos. No importaba por encima de quién tendríamos que pasar para lograr los éxitos deseados. Los objetivos eran personalistas y las batallas eran cruentas. Los intereses, económicos y triunfalistas.
 
Quizá muchos de nosotros estamos perdidos. Realmente a mí me ahogan los recuerdos de un pasado imborrable en el que he ido dejando «cadáveres», seres que se han sentido heridos por mis golpes morales o por mis imprecisiones. Pasaban por mi mente todos los muertos de mi vida, al igual que Bourne recordaba los suyos. Pensaba en las personas que habían «perecido» en mi lugar, como le había sucedido a su novia. El pasado es agobiante y denso, y sólo la vuelta a casa lo libera.
 
No tenemos claro para qué estamos aquí; somos como amnésicos que recorren un camino equivocado. Es posible que no hayamos venido para atacarnos, odiarnos, avasallar a los pobres, olvidar a los necesitados. Quizá, y digo sólo quizá, estemos dispuestos a decidir cambiar un poco las cosas, y puede que en algún lugar del mundo haya alguien que, como la agente de la CIA, nos está esperando para darnos las pistas de la vuelta a casa. No para vengarnos, sino tan sólo para deshacer el camino recorrido y enfrentarnos a nuestra bondad.
 
Porque Jason, en realidad David, es un buen hombre que quiere dejar de matar. Ha sido preparado para la defensa. Su instinto de conservación le reta minuto a minuto y le lleva a defender su vida. Sin embargo, ese adiestramiento no le reconforta. Busca el retorno a quien era. Un muchacho que quiere salvar su mundo. Todos estamos poco preparados para ello cuando hemos elegido la segunda puerta.
 
Busquemos el camino de vuelta. Retornemos al lugar del que nunca debíamos haber partido. Ese punto donde cuando nos preguntan sabemos que no queremos matar, ni dañar, ni herir a los otros, y sólo deseamos ser nosotros mismos. Limpios de alma y generosos de espíritu.
 
Es posible que necesitemos, como David, caer en las aguas profundas de la meditación, y cuando hayamos entendido el porqué de estar aquí, podremos emerger para iniciar el camino de vuelta a casa. A nuestra dulce y hermosa casa de la hermandad y el cambio. Volvamos a ser personas con alma.
 
Libro recomendado: Management a través del cine, de Javier Fernández Aguado