«Cuando era joven y mi imaginación no tenía límites, soñaba con cambiar el mundo. Según fui haciéndome mayor, pensé que no había modo de cambiar el mundo, así que me propuse un objetivo más modesto e intenté cambiar solo mi país. Pero con el tiempo me pareció también imposible. Cuando llegué a la vejez, me conformé con intentar cambiar a mi familia, a los más cercanos a mí. Pero tampoco conseguí casi nada. Ahora, en mi lecho de muerte, de repente he comprendido una cosa: si hubiera empezado por intentar cambiarme a mí mismo, tal vez mi familia habría seguido mi ejemplo y habría cambiado, y con su inspiración y aliento quizá habría sido capaz de cambiar mi país y -quién sabe- tal vez incluso hubiera podido cambiar el mundo.»

(Encontrada en la lápida de un obispo anglicano en la Abadía de Westminster)

Muchos de nosotros queremos ser catalizadores del cambio, y soñamos con ayudar a los demás a que encuentren su camino, a que sean mejores o a que desarrollen todo su potencial. Otros muchos mantenemos la ilusión de ser especiales y estar bordeando los límites entre lo humano y lo divino.
Algunos pocos son seres visionarios que han nacido para apoyar el desarrollo de las personas y cooperar en su avance imparable hacia la excelencia. Y son estos últimos los que previamente diseñan su plan de acción para enfrentarse a su desarrollo y a la labor social que consideran su destino.
El pasado nos encadena con los recuerdos de nuestros errores y la culpa por ellos. El futuro nos angustia, temerosos del castigo y abrumados por la incógnita de lo que está por venir. Conviene iniciarnos en el cambio personal, y abandonar la ilusión de transformar nuestro entorno sin antes haber hecho un trabajo para superar nuestras carencias y debilidades. Quizá así podamos llegar mucho más lejos y generar impulsos de cambio en nuestra nación y en el mundo.