«Dios decidió complacer  al piadoso artesano accediendo a su petición de una entrevista. ¡Se la había solicitado tantas veces y tan ardientemente!

—Te espero mañana, a las tres en punto de la tarde, en la capilla del collado. No vayas a faltar —de esta manera le mandó el aviso Dios.

Antes del amanecer del día señalado, ya se estaba preparando para el viaje, pues la capilla elegida por Dios quedaba lejos.

Se puso sus mejores ropas y emprendió el camino. Durante todo el viaje iba memorizando las palabras que le diría al buen Dios.

Al doblar un recodo, vio a un campesino con el carro atascado en un barrizal. Por mucho que se esforzaba y tiraban los bueyes, el carro no salía.

—Écheme una mano, buen hombre —le dijo el campesino—; posiblemente, con su ayuda, lograremos salir.

—Con gusto lo haría, pero temo que, si me detengo, llegaré tarde a una cita que tengo con Dios. Usted comprenderá que no puedo hacer esperar a Dios. Además, si le ayudo, me mancharé la ropa, y no quiero presentarme todo sucio ante Él.

Prosiguió su camino, y más adelante, encontró a un comerciante que había sido asaltado por unos bandoleros que lo habían dejado medio muerto en el camino.

El artesano pensó que, si lo auxiliaba, la policía empezaría con sus preguntas, y la cosa tal vez se complicaría hasta el punto en que podrían dejarlo detenido.

Por todo ello, aunque le dolió dejarlo desangrándose, siguió su camino.

Faltaba poco para llegar al lugar señalado cuando, al pasar frente a una choza muy pobre, se encontró con una mujer que lloraba desconsoladamente:

—Se me muere el hijo, señor. ¡Ayúdeme, por favor! Vaya a la aldea cercana y tráigame al médico.

—Tengo una cita con Dios y no puedo llegar tarde —se justificó el hombre, y siguió su camino.

Llegó a la capilla con varias horas de adelanto. No importaba; descansaría un rato y se asearía para presentarse bien arreglado ante Dios, y luego repasaría sus palabras y propuestas. A medida que pasaban los minutos, se iba poniendo más y más nervioso.

Llegó por fin la hora, pero no había ni rastro de Dios.

El hombre no entendía cómo Dios podía faltar a su propia palabra, y cuando iban a ser las cuatro, y estaba pensando en marcharse, oyó una voz que decía:

—En vez de esperarte, decidí salir a tu encuentro. Tres veces te hablé, pero no me reconociste. Yo era el campesino de los bueyes, el comerciante golpeado y la mujer que tenía a su hijo enfermo.»

CUENTOS DEL ALMA, Anónimo.

Parece obvio que nosotros nunca actuaríamos así, ¿verdad?; sin embargo, en muchas ocasiones utilizamos nuestras creencias para evitar comprometernos con aquellos que nos necesitan.

Estar al servicio va más allá de nuestros intereses.

Volamos con nuestros coches para llegar a citas que son vitales para nuestros éxitos. Nos enfadamos con nuestros compañeros de vida porque algo no salió como queríamos. Pasamos por encima del esfuerzo de nuestros colaboradores porque nuestras propuestas son las más interesantes.

Hoy es un día estupendo para ir despacio, colaborar con nuestro vecino, reírnos con el niño que grita en la calle, parar el coche en el semáforo ámbar, llamar a aquellos  amigos de los que hace mucho que no sabemos nada. Comprar unas flores y llenar los búcaros de casa de luz y color. Hoy podemos bajar el escalón de nuestra grandeza para pasear al lado de los seres  que nos rodean. Hoy es, en fin, un día inmejorable  para hacer gala de una fe de verdad y sin banderas.