G. C. entró en el despacho con un paso lento. Arrastraba sus pies y sus ojos estaban enrojecidos. Muchas horas de llanto y desconsuelo se reflejaban en aquella cara de no más de 24 años. El informe que tenía en mi mano indicaba: “Posible desbordamiento por ruptura amorosa”. G. C. empezó a contarme que hacía año y medio que tenía una relación con un chico, y que todo había ido muy bien hasta que él le mintió. “No puedo soportarlo. Cualquier cosa antes que una mentira…” En este momento su tono se elevó y el desbordamiento apareció, por lo que decidí no suspender su relato. Cuando se fue serenando, frené como pude toda la batería de historias que la joven tenía preparadas para convencerme de su buen hacer en contraposición al daño que le estaban haciendo las mentiras de su amado. Sus opiniones, alteradas por la tensión de los últimos días, poco o nada nos iban aportar en el trabajo que teníamos previsto; sin embargo, su objetivo de dejar en evidencia las malas artes de su pareja y conseguir que su entorno le diera la razón, no permitía mi injerencia o desvío hacía otras cuestiones.
Por lo general, las personas tendemos a criticar a los seres queridos cuando no actúan como nosotros pretendemos. Hasta aquí todo es normal; no obstante, esta joven, como muchas otras y otros en la actualidad, se sentía incapaz de buscar la causa por la que su pareja optaba por la mentira en lugar de enfrentarse a la realidad, a costa de cualquier discusión. No estaba dispuesta a indagar en si su pareja tenía algún miedo, viendo en la mentira el modo de evitar males mayores (en este punto ya había reconocido que tenía celos de su compañero porque seguía tratándose con su ex novia). Le pregunté si en algún momento de esta relación u otra anterior, había mentido. No tuvo ningún reparo en aceptar que había mentido varias veces, matizando que sus mentiras no eran tales, sino intentos súper justificados de evitarle el dolor al otro. Me había servido en bandeja la siguiente pregunta: “¿Para qué piensas que tu pareja cambia la realidad, cuál piensas que es su fin?”. “Estoy segura de que sigue con la relación anterior, de que le gusta el coqueteo iniciado por ella y él, que es un cobarde, lo alimenta.”
“Cuál piensas tú que es la solución”, le pregunté. Rápidamente expresó lo que creía; de un modo simplista descartó en su exposición cualquier sufrimiento de su compañero, quien parecía estar muy curtido en las continuas discusiones de los últimos meses. Hablamos de lo que tanto para ella como para él resultaba insoportable. Dialogamos sobre el bien y el mal del amor, de los compromisos, de la vida en general. Y en cualquiera de los temas tratados su visión no iba más allá de sí misma, de sus necesidades, de lo que podía o no podía resistir.
Tuve una sensación bastante desoladora. Nuestra sociedad vive una endogamia y un egocentrismo bastante enfermizo. La empatía no forma parte de nuestro aprendizaje en este complejo mundo de las relaciones, en las que nos vamos acostumbrando a pensar sólo en nuestro ombligo. Invariablemente necesitamos el amor de los otros, sin el esfuerzo para obtenerlo y por supuesto pensando que nos lo merecemos por ser quienes somos. G. C comprenderá, no cabe duda, que además de ella existe el otro, y que hay que consensuar si se quiere llegar al amor eterno, en el que creo.