El carpintero que había contratado para ayudarme a reparar una vieja granja acababa de finalizar un duro día de trabajo. Su cortadora eléctrica se estropeó, haciéndole perder una hora, y ahora su antiguo camión se negaba a arrancar. Mientras lo llevaba a su casa, se sentó en silencio. Una vez que llegamos me invitó a conocer su familia. Mientras nos dirigíamos a la puerta, se detuvo brevemente frente a un pequeño árbol tocando la punta de las ramas con ambas manos.
Cuando se abrió la puerta de su casa su cara se transformó, y hasta el último vestigio de cansancio desapareció. Abrazó a sus dos hijos y le dio un beso a su esposa. Posteriormente me acompañó hasta mi coche. Cuando pasamos cerca del árbol, sentí curiosidad y le pregunté acerca de lo que había hecho unos instantes antes.
– Oh, ese es mi árbol de problemas -contestó. Sé que no puedo evitar tener dificultades en el trabajo, pero una cosa es segura: los problemas no pertenecen a la casa, ni a mi esposa ni a mis hijos. Así que simplemente los cuelgo en el árbol cada noche cuando llego a casa. A la mañana siguiente los recojo de nuevo. Lo divertido es – dijo sonriendo- que cuando salgo en la mañana a recogerlos, no hay tantos como los que había colgado la noche anterior. Sólo quedan los que son realmente importantes.
Nos toca buscar el árbol donde colgar todo aquello que nos preocupa. La mayoría de nosotros contaminamos nuestros espacios personales con los asuntos profesionales y viceversa.
Nuestra familia nos espera con gran ilusión cada día y desea que aportemos lo mejor que llevamos dentro. Quizá los asuntos parezcan tan vitales que nos olvidemos de compartir una sonrisa, un buen momento, los sueños que teníamos.
Acaricia a tu pareja, a tus hijos; habla con tus amigos, con tu gente más cercana, procurando que sean felices y que les parezca estupendo haberse encontrado contigo. A veces no es muy apetecible escuchar la misma queja día tras día. En el infinito espacio que conforma tu entorno hay cosas estupendas para hablar de ellas.
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