Recordemos nuestro post 64 sobre la obediencia y la escucha activa. En él decíamos lo siguiente: «La obediencia exige un primer momento de escucha atenta, que conduce a la acción… ¿Cómo se debe proceder para que el niño obedezca? Primeramente, hay que valorar cada palabra que se le trasmite y asegurarse de que el niño ha entendido qué se le está requiriendo; después, comprobar si tiene la capacidad para realizarlo, y por último, si entiende cuáles son las consecuencias positivas y negativas de su comportamiento.»
La mayoría de los estudiosos sobre comunicación consideran que el ejercicio de escuchar exige mucho más esfuerzo que el de hablar. Uno de los puntos a tener en cuenta en esta afirmación es que, cuando hablamos, tendemos a estar pendientes de lo que decimos. Esto conlleva que estemos menos interesados en el impacto que han tenido nuestras palabras sobre el receptor, y en si ha comprendido exactamente lo que queríamos decir. En la comunicación esto es habitual, y lo podemos comprobar en todas aquellas situaciones en las que pretendemos movilizar a otro para que acometa una acción que le aleja de su espacio de confort. El índice de fracasos será proporcionalmente más elevado si se olvidan ciertas normas y reglas que potencian y facilitan la escucha activa.
Cuando emitimos una orden o mandato a un niño o a un adulto, se producen dos hechos bien definidos, a saber: el primero es que expresamos algo que nos interesa, pero nos lo expresamos sobre todo a nosotros mismos (subyace un interés hacia el receptor que él no valora como tal), y el segundo, que el receptor, ante este requerimiento, precisa alejarse de su espacio de confort, lo que supone tener que hacer un esfuerzo para el que, en la mayoría de los casos, no está bien dispuesto.
Existe una creencia muy generalizada, y en los padres está más acentuada, de que se escucha de forma automática; un padre cree (o quiere creer) que emite una orden y de inmediato el receptor (hijo) la ha escuchado, comprendido y aceptado. No se puede imaginar el padre cuán lejos está de poder cumplir esa ilusión. Quizá sea necesario ampliar algunos conocimientos sobre oír y escuchar que nos posicionen en un lugar más experimentado para aprender a dirigir a los niños.
Marquemos primero las diferencias notables que existen entre oír y escuchar. Oír precisa del esfuerzo físico de detectar sonidos y para ello el pabellón auricular ha de funcionar bien, así como todo el sistema de audición. Cabe resaltar que este sistema, además, se encarga del equilibrio de la persona. Para escuchar es necesario no sólo el perfecto funcionamiento del sentido del oído, sino que haya una triple acción. Esta acción es, en primer término, intelectual, en la medida en que requiere que se tengan suficientes conocimientos para comprender el significado de las palabras; en segundo término, la acción es emocional, pues el timbre de la voz y su modulación ha de resultar auténtico, atractivo y ha de tener prestigio para el receptor. En tercer y último término, la acción es empática, pues si no hay un cierto grado de identificación mental y afectiva entre el emisor y el receptor la escucha resulta defectuosa o nula.
Oír se produce de forma natural, y sólo exige la salud del órgano, mientras que escuchar requiere entrenamiento. Seguramente habéis tenido alguna experiencia en la que, después de haber estado escuchando largo tiempo a una persona, os encontrasteis incapacitados para repetir una sola idea de lo que os había dicho. Estabais oyendo, porque oír es un acto pasivo, mientras que escuchar exige la intención y la participación consciente el receptor, que en ese momento, por alguna causa, os faltaba.
Para oír se exige la captación de la palabra, que no la correcta comprensión de la misma; sin embargo, para escuchar es necesario el entendimiento de las ideas que el emisor quiere transmitir con el fin de que pueda ser realizada la acción que está reclamando. Suele existir muy poca empatía entre las necesidades de un padre y las de su hijo, y eso se percibe en el tono que emplea el progenitor para hacer llegar sus órdenes. En este caso, el receptor busca anular su capacidad de entender la idea del emisor. Una de sus primeros impulsos es reducir el interés por el mensaje, y lo más habitual es que lo interprete desde su conveniencia, por lo que es normal, cuando se le reprocha no haber escuchado, que se excuse con un «Yo pensaba que lo que me querías decir era… ».
La próxima semana seguiremos con la escucha activa. Daremos los pasos para que se produzca la escucha. Así como pautas para distinguir una correcta escucha de otra que no lo es tanto.
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