Me siento realmente hundida. Podría disimular mis sentimientos, pero no merece la pena. Estoy hundida y sólo quiero llorar. De hecho, lo estoy haciendo mientras escribo. Es la tercera relación que se desmorona. Como si de un edificio se tratara, mi hogar interior ha ido deconstruyéndose. Me debato entre la incomprensión y la rabia. Una vez más estoy sola. Miro a mi alrededor y sólo escucho la nada. Ya no se mueve la llave en la cerradura, ya no hay besos en las noches. Sólo el silencio.
En cada relación pasada viví algo distinto. Con la primera pareja, ambos muy jóvenes, apenas descorridos los velos de la vida, me sometí, perdiendo mi identidad. Él pisaba con desprecio mis sentimientos o mis intereses. Cualquier aspecto de mi vida era causa de mofa para él.
La segunda relación, ya entrados en los treinta y tantos, fue diana de mis injurias, desvaríos y malestar. Le hice víctima de mi destino y fragilicé su amor propio dejando en el camino una persona desestructurada y vejada por mi odio al abandono.
Después de un tiempo sola encontré el amor de mi vida. Seguramente no era la primera vez que me inundaba este sentimiento tan fresco, profundo, tan real y por momentos obsesivo. Sin embargo, yo notaba todo este sentir como nuevo, extraño, aunque cercano y cálido. No pude medir las palabras, ni mis espacios, ni mi tiempo. Todo era suyo. Me decía ven y allí estaba yo. No era sumisión, ni siquiera había la más mínima duda. Sólo existía él. De la noche a la mañana juntos, y durante el día intentaba sobreponerme al cansancio.
Ayer me dijo que se iba, que había encontrado a otra persona y que quería vivir la experiencia. “Lo siento, de verdad. Sé que eres lo mejor que me ha pasado en la vida. Que eres la persona más increíble. No obstante, necesito vivir esta experiencia, y sé que tú me entiendes”.
Mentira. No le entiendo. Aquello no podía ser verdad. No sólo me dejaban por otra, sino que además yo reunía para él las cualidades más absurdas y estúpidas. Comprensión, bondad… No era eso lo que yo sentía, y mucho menos lo que estaba dispuesta a evidenciar. Me nublaba una mezcla de rabia, ira, frustración, impotencia, y también un deseo de posesión irracional pero intensa. Un deseo de ser suya una vez más.
Dolía. Mucho. Se había mofado de mis sentimientos con una facilidad pasmosa. No cabía en mi mente que me estuviera pasando eso. Allí delante, con los ojos abiertos y sin decir palabra, vi cómo cerraba la puerta. Con un gesto ajeno dejó la llave de la casa encima del aparador del pasillo.
Todavía estoy sola. Todavía me pregunto qué pasó y cómo resolverlo. Mi identidad se difuminó entre las luces y las sombras de otras identidades más fuertes, más indefensas, más irreales.
He escrito este texto porque durante la última semana he trabajado con varias experiencias parecidas a esta. El amor roto, la persona desvalida, sentimientos de odio y desesperanza. Parece que, con esta primavera, ha llegado el siroco de las rupturas sin aviso previo.
Las personas más afectadas me preguntaron si era posible conocerse y conocer al otro para evitar en lo posible estas situaciones de dolor. Estas rupturas que invariablemente abocan a la desesperación.
¿Podríamos evitar equivocarnos si nos dieran un manual de quién es quién en el juego del amor? ¿Respetar las prioridades de cada uno nos protegerá de las rupturas? Lo que no cabe duda es que nuestra personalidad influye en nuestras relaciones y es necesario el autoconocimiento para descubrir al otro.
En nuestra biografía, todos guardamos algún que otro desamor, aunque cuando leemos cosas como estas pensemos que no va con nosotros. Puede que nos estimule empezar por reconocer lo mucho que necesitamos que nos quieran, aunque a veces no sepamos querer nosotros. Y desde esta perspectiva cuidemos hoy un poco el amor, el que tenemos o el que está por venir. El de nuestros mayores y nuestros pequeños. Hoy puede ser el mejor día para construir la mejor relación que hayamos tenido.
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