Cuando vamos a decidir sobre materias que realmente nos importan y preocupan, nuestro temperamento apasionado es uno de nuestros detractores más temidos. La ilusión por las cosas que nos gustan y la impaciencia por obtenerlas nos arrastran fuera de los márgenes de lo conveniente.
Es difícil, pero muy aconsejable, dejar que maduren las decisiones dentro de nosotros antes de optar por algunas de las oportunidades que se nos presentan. A veces la vida parece que juega con nosotros y nos aproxima ofertas tan diferentes unas de otras, y tan apetecibles todas ellas, que el pensamiento se balancea con frenesí y todo nos parece igual de válido, aunque sabemos que no es posible conseguirlo todo..
En estos casos, la prudencia es la amiga que nos conduce por el camino de la reflexión profunda, en la que se tienen en cuenta los objetivos previos y lo provechoso de cada una de las probabilidades. Es la prudencia la que reconduce la situación para que aflore lo mejor de cada oportunidad teniendo en cuenta a cada una de las partes que van a ser afectadas o beneficiadas por la decisión.
Ahora bien, cuando la prudencia no es reflexiva, sino obsesiva o llena de indecisión, el resultado será negativo para todos los implicados en el proceso decisorio.
Este equilibrio entre ser prudentes o indecisos se resuelve si se tienen en cuenta dos premisas: qué queremos realmente y qué estamos dispuestos a perder para tenerlo. La indecisión aparece cuando nos negamos a desprendernos de alguna de las golosas sugerencias que habían aparecido previamente a la toma de decisiones.
La prudencia exige paciencia en el análisis y saber desprenderse de deseos que no aportan nada positivo en el corto o medio plazo.
Hoy es un buen día para reflexionar e introducir la prudencia en nuestras conversaciones y en nuestra vida profesional y personal. La prudencia nos ayuda a ser más delicados en la toma de decisiones, amén de allanarnos el camino de la paciencia.