Cerró la puerta tras de sí. Como venía sucediendo en los últimos meses, él llegaba mucho antes que ella. Manuel le había llamado al móvil y, como siempre, ella se había disculpado. La excusa de hoy le había parecido, al menos, más creativa. «Estaba leyendo un libro para mi clase de escritura.» Sintió nuevamente la inquietud. Le venía sucediendo desde la primera vez que le planteó la ruptura. Cuando cruzaba el hall experimentaba diferentes sensaciones. Primero estaba la dentellada en el estómago y el nudo en la garganta, luego sentía un calor intenso que le recorría la piel y que solía acabar con una especie de respingo por toda la espalda. Miró alrededor congraciándose con la decoración. La había hecho con mucho mimo, cuidado cada detalle y pensado que a ella le gustaría. En aquella casa había vivido instantes maravillosos y momentos sombríos que le conducían a conflictos hasta ahora irresolubles. Para él eran incomprensibles tantos altibajos, aunque lo peor era la tensión, que le resultaba insufrible. Movió la cabeza quitándose esos recuerdos de encima y se dirigió a la cocina.
Fue poniendo la compra sobre la mesa. Sus movimientos eran muy pausados, como siempre. Este comportamiento, tan suyo, era otra de las muchas cosas que a ella le crispaban. Ella era como un volcán en permanente estado de erupción. Cualquier cosa que hacían juntos acababa en discusión, primero por los ritmos tan diferentes, y luego por las prioridades. Lo que para ella era vital a él le parecía una nimiedad, y viceversa.
Siguió colocando la compra. Había recorrido las estanterías de la Boutique del Gourmet. Marta, la dependiente más eficiente y simpática, le había ayudado a elegir la fruta madura en su punto, las piñas de importación, la ventresca de bonito, los quesos semicurados… Y siempre le preguntaba por ella. «¿Dónde está hoy? Hace mucho que no la veo.»
Continuó colocando cada una de las exquisiteces en el lugar correspondiente, separando las que iba a utilizar para la cena de esa noche. Había decidido sorprenderla: cogollos de Tudela, corazones de alcachofas, espárragos enormes de Navarra, granadas, queso de cabra… Con ella había aprendido a saborear platos diferentes, a cuidar la madurez de la fruta, la importancia de la presentación, la cantidad y calidad de todo lo que comían.
– Oye, Manuel, ¿tú crees que podría enamorarte por el estómago? Mi madre me decía que a los hombres se les enamora por el estómago, y que luego viene todo lo demás. Aquel demás me resultó muy prometedor.
– No. A mí no se me enamora por el estómago.
Su mohín de enfado les resultó a los dos muy divertido, y se rieron como locos. Ahora sabía que su respuesta había sido muy precipitada, fruto de sus relaciones anteriores. La alimentación no había sido protagonista de las cinco relaciones más importantes que había tenido hasta ahora; por el contrario, había primado la rapidez y la eficiencia, el quitarse de encima el «rollo culinario» de su familia norteña. Su madre había dedicado su vida a agradar a su padre, y sin embargo él le había cambiado por otra un poco más culta, bastante más mundana y con un desparpajo vital que le enloquecía. Con esta historia había aprendido bastante sobre dónde poner el foco, y pensaba que no era en la comida. Sentía, al igual que su padre, que había asuntos más importantes que un manjar, que a la postre se podía lograr en un buen restaurante. Estaba seguro de que se había fijado en ella por su especie de locura y porque era todo lo contrario que él. Rápida, siempre haciendo cosas, impulsiva y un poco traviesa.
Sonrió al recordar los exquisitos platos que en el tiempo que llevaban juntos le había preparado, todo elaborado rápidamente. En ella se combinaban la importancia del tiempo y el buen yantar que había vivido en su familia. Pasaba por la cocina como un rayo. Era igual que preparase pescado al horno que una ensalada o unos entremeses. Había descubierto mezclas de sabores que eran impensables y que adornaba con cientos de caricias, risas y miradas de soslayo. Ya no sabía si le engatusaba con la cocina, con el sexo (único hasta ahora) o con las charlas sobre el bien y el mal que tenían cada noche.
Dejó que el chorro frío del agua paseara por sus manos, mientras lavaba con cuidado cada verdura. Aquel frescor rompió el hilo de sus pensamientos, y cerrando los ojos la imaginó nuevamente. Un suave cosquilleo recorrió todo su cuerpo.
Ella pasó veloz, sin detenerse. No la había escuchado entrar, ensimismado como estaba. Realmente las risas, las caricias y aquella complicidad habían durado sólo unos meses desde que habían decidido vivir juntos. El saludo le llegó imperceptible. Aún no había abierto los ojos cuando comenzó a sentir sus movimientos por la habitación. Se estaba quitando la ropa para ponerse otra más cómoda. Rememorar los tiempos pasados le permitió aminorar la sensación de fracaso. La imaginó como antes, corriendo a la cocina o buscándole, llamándole y besándole el rostro.
Cenaron despacio, casi sin palabras, salvo algún que otro «Te ha quedado exquisito» o «Cómo ha ido tu día». Palabras que de tan monótonas se habían vuelto insoportables.
– Oye, Manuel.- Él apoyó su cabeza en el sofá y elevó su mano izquierda hacia la cara. Sintió un cansancio profundo. Extendió las piernas hasta tocar el reposabrazos. Su imagen derrotada no la enterneció. Con todo, no estaba dispuesto a discutir, posiblemente por haber estado deleitándose con los buenos recuerdos. Unos recuerdos que todavía le ilusionaban. No quería romper su precaria sensación de paz.
Se tapó la cabeza con la mano y se adormeció tras la rendija carnosa de sus dedos. Poco a poco dejó de escucharla, y las palabras se fueron alejando. Él caminaba por un sendero dorado, la llevaba de la mano y volaban.
– Tú sabes que esto no puede seguir así -decía ella en ese momento, y sus palabras eran como tambores lejanos. Se abstrajo. Sólo veía sus ojos verdosos melados, un gesto de rabia y la necesidad de ser escuchada.
Volvió a sentir la dentellada en el estómago, y de pronto se sentó, la miró, y le preguntó qué buscaba, qué era aquello que sentía cada noche para que tuvieran la misma conversación y la misma encerrona. Ninguno tomaba una solución, y aquello sólo servía para discutir y agrandar las distancias. «¿Qué quieres…?» No daba crédito a su voz, a su fuerza. Su mirada era directa, igual a la de ella. Estaba dispuesto a todo, a irse, a trabajar su relación. A lo que fuera.
-Ma-le sonó a delicioso caramelo en su boca- lo que quiero es tener mi espacio. Salgo a primera hora de la mañana y te quedas aquí, y cuando vuelvo siempre estás. No tengo espacio, Manu… No sé cómo decirlo. Ni siquiera sé si es razonable lo que te pido. Pero necesito estar sola en algún momento. Caminar por la casa, leer un libro, ducharme, hablar con una amiga… Sentir mi casa como un lugar íntimo. He nacido en una familia llena de gente, y desde mi infancia hasta ahora no he estado nunca sola, y no puedo más. Lo siento. Seguramente debería pensar de otra manera, pero no puedo. Te ataco, te aniquilaría cuando te veo. Te estoy diciendo una salvajada, lo sé. Pero es la realidad.
– ¿Quieres que me vaya?
Silencio.
– No, Manu… Seguro que hay otra solución. Busquémosla.
No hay comentarios