La agencia de noticias Reuters informaba el pasado viernes de que han sido detenidas las evacuaciones de heridos graves a Estados Unidos procedentes del terremoto del pasado 12 de enero en Haití. El motivo es una saturación de los hospitales de Florida, según confirma el Gobernador de este Estado, Charlie Crist, quien ha pedido al Gobierno Federal que ayude a pagar los costes del tratamiento de los heridos.
Mientras se dilucida quién correrá con estos gastos, los heridos permanecen en Haití en unas condiciones deplorables, y con muy pocas posibilidades de sobrevivir. Crist aconseja que se traslade a los heridos a otros hospitales con la previa garantía de pago.
A priori, desde la distancia, todo parece muy fácil. Se fletan aviones, se ingresa a los heridos en un centro hospitalario, los mejores médicos se entregan al servicio humanitario de operar, curar, mantener con vida a los damnificados. El centro también se encarga de que los heridos hospitalizados permanezcan en las clínicas el tiempo necesario, hasta que superen la gravedad. Todo parece correcto y sencillo, pero los números y la realidad de los negocios imponen una revisión urgente de esta situación.
Como no se trata de hacer reivindicaciones bucólicas e imposibles, ni tampoco de sentarse mientras miles de seres humanos mueren, deberíamos movilizarnos para crear un organismo internacional para crisis medioambientales. Son varios los grandes cataclismos acontecidos en los últimos tiempos. Así, el seísmo de escala 7,9 que se produjo el 26 de enero de 2001 en el estado de Gujarat, en la India, con más de 15.000 muertes. Tres años más tarde, en diciembre de 2004, devastadores tsunamis causaron más de 300.000 víctimas en Sumatra. Un año después, en octubre de 2005, Cachemira padeció un sismo que arrojó la cifra de 80.000 muertos. En mayo del año 2007 la isla de Java, en Indonesia, padeció otro terremoto, con 4.000 fallecidos. La última tragedia de Haiti lleva contabilizados más de 170.000 cuerpos, y se prevé que los muertos ascenderán a 200.000. Los heridos son ya más de 225.000.
Más de 600.000 fallecidos y cuantiosas pérdidas materiales han movilizado la sensibilidad y colaboración de millones de personas, de ONGs, de filántropos de todo el mundo. Presumo que muchas de estas recaudaciones no han llegado a los damnificados, y que se han perdido en despachos e intereses políticos. Además de todo esto los bancos cobran cifras astronómicas por las transferencias que se remiten desde los diferentes países. Algunos acaban viendo en estas desgracias un ventajoso negocio. El más lamentable es el tráfico de niños, el robo y el saqueo. La miseria humana y la generosidad se mezclan con el olor de los cadáveres.
Nadie debería encargarse de la solidaridad. Esta gestión tendría que correr a cargo del Banco Mundial, o de un organismo de nueva creación que gestionara ordenadamente la ayuda humanitaria y evitara la expoliación y la degradación de los más necesitados. Un tanto por ciento de los beneficios bancarios debería apoyar a los dañados por los ataques de la naturaleza. Porque posiblemente, como muchos científicos sostienen, nuestra evolución influye en el clima, y por tanto en las catástrofes que se producen cíclicamente.
El agradecimiento por todos los movimientos sociales que se están realizando a favor de esta última desgracia. Espero que la siguiente catástrofe medioambiental nos encuentre muy preparados a nivel mundial, y que los heridos no se queden esperando mientras se decide quién paga los honorarios médicos.
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