S. E. levantó la mano y la dejó caer sobre la cara de su esposa. Llevaba varios minutos conteniéndose y no pudo más. Algo dentro, como un dragón, le había robado la paz.

Unos días atrás habían asistido juntos a una conferencia sobre violencia de género. No pensó, en ningún momento, que él formaba parte de este conflicto. Ella se lo había pedido, y sin mucho interés le acompañó y escuchó los diferentes casos que los conferenciantes fueron exponiendo. No le parecieron nada acertadas algunas medidas; asimismo, le resultaron muy exageradas las explicaciones sobre las ramificaciones que este asunto estaba provocando en la sociedad actual. Para ser sincero, le parecieron exageraciones sostenidas por algunas partes interesadas.

No opinó ni le contó a ella lo que pensaba. Seguro que si lo hubiera hecho, alguien habría pensado que él era un maltratador. Y ahora, en menos de quince días, acababa de convertirse en uno de ellos.

Miró su mano e intentó guardarla inútilmente. Delante su compañera de toda la vida le miraba aterrorizada. Habían ido al mismo colegio, jugado en el mismo barrio, compartido amigos y caminado por los mismos rincones. Llevaban más de 15 años juntos. Con ciertos altibajos y algunas discusiones nada gratificantes en los últimos meses. Pero aquella salvajada no había acontecido antes.

La tela entretejida en aquello años se rasgó, y la materia que la componía y conformaba se desvaneció entre sus dedos, al igual que la mejilla sonrosada de su mujer. La textura vital de su convivencia estaba recibiendo uno de los golpes más intensos, y la sacudida aún le agitaba interiormente.

Quiso correr, sabía que ella iba a explotar en unos segundos, y que el mundo de las palabras acabaría con los últimos hilos que soportaban la situación. Las reflexiones terminarían enfrentándose a la realidad, y tembló. Una suave corriente había pasado por su espalda, y decidió cerrar los ojos, taponar sus oídos, apretar sus manos. No quería afrontar la situación. Ahora no. Sabía que aquello había sucedido por el mundo enquistado en el que vivían.

Hacía tiempo que ella le pidió que acudieran a un asesor matrimonial. Un experto que le ayudara a ir más allá de sí mismo.

Ella se lo repetía una y otra vez. No era posible que toda la culpa la tuviera ella, que nunca hubiera momentos para hablar, para enfrentarse a las cuestiones de los niños, de la vida, de las cosas más cotidianas. Él se encerraba en sí mismo, y no había forma de horadar su silencio. No quería crecer ni abrirse a la conciencia de sus actos. Su razón era indiscutible. Los cambios o cualquier forma de introspección estaban vetados.

Había puesto todos los filtros posibles para no asumir como suyas las circunstancias adversas que vivían en pareja. No le interesaba la compenetración que ella le sugería al principio, y que le exigía desde hacía tiempo.

Volvió a la realidad cuando le escuchó: «Siento haberte estresado hasta este punto. Es el momento de que tomemos medidas. Hoy no eres un maltratador, pero si seguimos así es probable que acabe teniéndote miedo, y que forcemos lo que ninguno de los dos desea.  Son muchos años juntos. Los podemos tirar por la borda o acometer un cambio profundo. Acepto mi parte en todo este embrollo de hoy; sin embargo, lo que a ti te compete debes revisarlo para decirme si quieres enfrentarte a ello de una forma madura y responsable».

Se abrazó a ella llorando y le besó la cara como un loco. Le prometió miles de cosas que sabía que todas no podría cumplir. Lo que sí estaba dispuesto a hacer era revisar su falta de compromiso con su desarrollo personal. De nada le servía el éxito profesional que llevaba viviendo los últimos años. Su vida familiar hacía aguas y el barco se hundía.