Mi amigo dejó de fumar. Los médicos le aseguraron que tenía muy pocos meses de vida si continuaba fumando. La noticia nos la contó con la mirada perdida y un aire de víctima que por un momento consiguió afectarme. Muchos de nosotros, los amigos de siempre, le amenazábamos cada día con este posible desenlace.
Ninguno osó decirle: «Ya te avisé, ya te lo decía, yo sabía que esto iba a ocurrir». La carga de realidad nos sumió en un denso silencio que nadie se atrevió a interrumpir. El tomó un cigarrillo en la mano y lo encendió. Voluptuosos anillos de nube blanca fueron surgiendo suavemente de sus labios temblorosos, y todos guardamos silencio.
De esta escena habían pasado ya más de tres meses. Mi amigo nos citó a todos en su casa.
«Os he llamado porque quiero compartir mi tristeza. Nunca antes he estado tan triste. He vivido situaciones límites, he sufrido experiencias múltiples, perdido y ganado muchas batallas; sin embargo, la última me ha dejado sumido en la mayor de las angustias y no le encuentro solución.»
Su voz era grave, cortada, profunda. En el fondo de sus palabras había un pequeño temblor que nos hizo presagiar lo peor.
«Se ha escrito muchísimo sobre la dependencia a la nicotina y las secuelas que se derivan de la abstinencia del tabaco. Y todo eso existe, pero el problema del ex fumador no tiene nada que ver con ello.
Hay un profundo dolor, una sensación irreparable de abandono que me consume. Yo tenía un amigo inseparable. Estaba a mi lado al finalizar un día agotador, me acompañaba después de la firma de un contrato complicado, iba a mi lado en los momentos en los que me atenazaba el miedo, y cuando no sabía qué decir su movimiento alado llenaba el espacio vacío. Vivió conmigo mis días s de máximo esplendor, hasta que lo tuve que echar de mi vida.
Compañero mudo de noches de amor interminables. Discreto oyente en las reuniones de familia, mediador en las discusiones, entretenimiento en las noches de soledad. Mi amigo el pitillo jamás me falló, y en cambio yo le he abandonado sin más. Ya no tengo a quién recurrir.
La arenga destilaba conmoción, y cada uno de los presentes callamos. Nuestro amigo había ido mucho más allá de lo que podíamos esperar. Su relación de amistad de más de 30 años con el cigarro le había sumido en una depresión sin límites.
Alguien intentó decir algo, pero no pudo. Yo no he fumado nunca, y difícilmente podía ponerme en su caso; no obstante, me enterneció que, pese a todo, este discurso no había desfallecido, y su deseo de curarse había vencido a la amistad incondicional con su cigarro.
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