Tengo una amiga que vive desesperada por los continuos enfados que tiene con su hija de once años. La última vez que escuché sus quejas, decidí ser un poco más proactiva y hacerle preguntas que nos aportaran luz a ambas.

Entiendo a mi madre, comprendo a mi hija

Con el fin de situarnos en el principio del problema, indagué en las actitudes de la niña que provocaban la crisis. “¡Grita, grita como una posesa!” Mi amiga se expresó en un tono bajo y contenido, con cierto temor a sus propios gritos. Por mi parte, pensé que la mejor arma para salir de la ofuscación era no profundizar en el nudo del problema, así que la siguiente cuestión era conocer quién en la familia resolvía las dificultades a través de los gritos: “Yo, soy yo. La increpo cada vez que hace lo que quiere”.

Entendí que el sentimiento de culpa no iba a resolver la problemática, y que era mejor seguir preguntando sobre cómo empezaba el fuego “enemigo”: “En cuanto nos vemos, desde hace unos meses, nos gritamos como saludo y seguimos gritando en el medio y final de la comunicación. Las dos nos hemos perdido el respeto, y reconozco que nuestra relación se ha resentido bastante. Sé que nos queremos y que en el fondo ambas sentimos la situación; sin embargo, no sé cómo salir de este embrollo”. La conclusión me sonó derrotista, aunque vi la puerta abierta para expresar mi opinión.

«Según Piaget y otros estudiosos, le dije, cuando los niños cumplen doce años empiezan a distanciarse de la vida familiar, y cambian sus preferencias orientándolas hacia la pandilla y su grupo de amigos. Tu hija cumplirá los doce este año, y para su despegue es imprescindible que aprenda un modo diferente de resolver la comunicación contigo».

«Es probable que tú aprendieras este comportamiento social en algún lugar. ¿Qué tal te llevabas con tu madre?» «Mal. No me aceptaba y pretendía cambiarme.»

Mi amiga meditó durante un tiempo. Cuando continuó, la voz le salió entrecortada: «Me hubiera gustado que mi madre me escuchara. Cada vez que llegaba a casa lo importante eran sus asuntos, lo cansada que estaba, que su jefe no aceptaba sus proyectos, que había discutido con un compañero… Mi mundo, las cosas que para mí eran vitales en aquel tiempo, como un examen, la compañera que se había enfadado conmigo o simplemente mi deseo de tener un perro, no entraban en sus intereses. El modo en el que resolvía la situación era dándome dos gritos en los que escondía su culpa y sustituía su autoridad perdida por aquellos graznidos insoportables… Puede parecerte duro; sin embargo, considero que mi madre era una persona egocéntrica y apegada al cariño de los demás, y entre ellos no estaba el mío».

Las lágrimas bañaron sus ojos melados. Era el momento de marcharse. Supuse que las conclusiones eran suyas.

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