Una historia de «yo puedo» que todos llevamos dentro
Hacía pocos meses que Nicolás ocupaba un puesto de ingeniero industrial en el montaje de Laminación en Frío.Esta mañana, cuando cruzó la barrera metálica, sintió miedo y algo de angustia. Desde que le habían trasladado venía sufriendo este malestar. Sabía que no tenía la experiencia suficiente; sin embargo, su jefe mostraba una confianza en él que le impulsaba a ser más eficiente y capaz.
Atravesó los miles de metros de estructuras metálicas que constituían la nueva base metalúrgica. La nave central estaba detenida porque no se acoplaban las juntas de una de las moles en su escuadra superior. Los técnicos españoles llevaban intentando resolverlo desde hacía unas semanas, y pidieron ayuda a la compañía constructora alemana. Las cientos de horas de estudio y trabajo previo no habían tenido ninguna utilidad, y el ambiente se había enrarecido bastante entre todos los compañeros.
Los trabajadores estaban desbordados. Al problema, grave para todos, se sumaba el sentirse observados por los expertos germanos. Cuando Nicolás tuvo que exponerles los intentos de solución que habían ido probando, la angustia le ahogaba y le impedía respirar, junto a una sensación de nubosidad mental que le abocaban a la torpeza. El temor al ridículo, amén de la inexperiencia, estaban convirtiendo las últimas jornadas en un sacrificio insoportable.
A Nicolás los foráneos le parecían bastante dogmáticos, y en algunos momentos inflexibles. Pensaba, además, que los arios profesaban cierto desprecio a los profesionales españoles. Esto le ponía «de los pelos». En esos momentos deseaba superar todos sus bloqueos y dar soluciones viables. No sabía cómo, porque muchos de los implicados eran dinosaurios de la ingeniería. No obstante, seguía sintiendo aquella seguridad interna. Suspiró y siguió caminando hasta el lugar donde su jefe y los expertos teutones le esperaban.
Cuando atravesó el dintel de la puerta metálica la punzada se hizo más penetrante. El ingeniero jefe, hombre habitualmente sonriente y distendido, parecía confuso e irritado. Las manos detrás de su espalda y los hombros un poco inclinados mostraban su abatimiento. Nicolás sintió aún más intensamente su dualidad; por un lado su timidez, y por otro su deseo de colaborar activamente apoyando al hombre que confiaba en el.
Nicolás inspiró. Detrás de su jefe estaba uno de los ingenieros alemanes. Este hombre le parecía el menos distante, y con él había conseguido tener una relación profesional bastante más próxima que con el resto del equipo extranjero.
Esperó. Deseaba estar muy atento y preparado. Aquietó su respiración, envaró todos sus músculos y puso su cerebro en guardia. Colocó sus manos detrás de la espalda, las apretó fuertemente y las dejó salir libres de nuevo. Afloraron a su mente recuerdos de la infancia. Cuando su madre le pedía algo, el miedo le provocaba una tensión muy similar. Había vivido acorralado por ella y eso había moldeado su carácter observador, cauteloso y muy proclive a los silencios. Ahora necesitaba palabras, y además precisas. Seguro que le servirían aquellas vivencias. Intuía que podría aplicar todo este pasado fortalecedor a la situación actual. Allí estaba, tenso, vivo y esperando. Sólo esperando.
Sabía que su jefe había agotado todos sus conocimientos para esta situación tan compleja. Él había estudiado procesos muy novedosos que aún no había experimentado allí, y que ahora podían servir para solucionar el problema. Sólo tenía que… Como un tigre saltó sobre la presa y se encontró diciendo: «Denme tres días, sólo tres días, y yo intentaré resolver este problema».
Aquellos hombres no esperaban esta irrupción y se miraron sorprendidos. El alemán «más cercano» le observó. Sus ojos mostraban años de conocimiento sobre los hombres y sus contradicciones. El Nicolás que ahora estaba frente a él no tenía nada que ver con el de hacía unas horas. Allí enfrente estaba un hombre nuevo. Empoderado y fortalecido por la situación. Algo en aquel muchacho le gustaba. La mirada de Nicolás, directa, sin retar, sólo expectante; sus hombros cuadrados, las piernas enraizadas al suelo. Su calma. Una calma extraña.
«No pierden nada. Llevan semanas con la nave parada, no han encontrado la solución. Se sienten perdidos y posiblemente lo seguirán estando. ¿Podemos intentarlo?»
«Déjenme solo», dijo, sabiendo que sería incapaz de trabajar con cualquier otro alemán. «Mi única condición es quiero hacerlo solo. Tres días, ni uno más, y solo.»
La nave estaba ya funcionando. Los ruidos de siempre tranquilizaban a los compañeros. Habían pasado los tres días y todos le habían felicitado. Nadie más conocería quién lo había resuelto. Él no necesitaba notoriedad. Lo importante de la experiencia estaba en su interior. Necesitaba respirar. Llovía. Levantó su cara y las gotas cayeron suavemente llevándose el cansancio.
Atrás quedaban muchas cosas. Su madre, su carrera, sus miedos. El “poder” era suyo y lo llevaba con él para siempre.
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