El sobrepeso provoca una mayor atención hacia la comida y una respuesta más rápida ante la sensación de apetito. Por el contrario, las personas más delgadas, aunque sientan el estómago vacío, pueden dilatar la hora de comer, y en casos exagerados llegan a olvidarse debido a los bajos estímulos cerebrales que reciben.
El hambre es una sensación interna e intensa, que señala la necesidad de ingerir alimentos. Este mensaje depende de centros situados en la parte lateral del hipotálamo (glándula del cerebro que se encarga de regular el apetito). La aparición de pequeños cólicos, tensión en la zona epigástrica o del estómago, cambio de carácter y cierta debilidad acompañan a la sensación de hambre. Esta percepción a veces no es real, y puede reflejar miedo a la escasez o a perder el control.
La diferencia más notoria entre el apetito y el hambre es la selectividad en los alimentos. El uno comería cualquier cosa, mientras que el otro elige aquello que le place. Podemos diferenciar claramente una sensación de la otra si nos marcamos un plan de acción inevitable. Cuando sintamos la punzada en el estómago y creamos que estamos a punto de desfallecer debemos tener preparado el alimento menos apetecible para nosotros (aunque en ningún caso este debe ser nocivo o desaconsejable para nuestra salud). Si el hambre es real comeremos sin problemas cualquier alimento y nos sentiremos confortados y agradecidos. Si por el contrario sólo tenemos apetito, buscaremos los sabores que nos provocan placer y rehusaremos el resto, con el contraproducente resultado, si además tenemos sobrepeso.
Para reducir al máximo este juego díscolo que nos dificulta nuestra meta de lograr un peso equilibrado, debemos saber que los estímulos hipotalámicos que favorecen el ansia de comer los provoca la hipoglucemia o los bajos niveles de azúcar. Esta circunstancia se agrava cuando en nuestra alimentación habitual ingerimos grandes cantidades de hidratos de carbono o glúcidos, incluidas las frutas dulces. Los niveles muy altos de hidrocarburos provocan una hiperglucemia y un chute de dopamina, que cuando baja provoca debilidad y deseos de comer.
Cuando esta sensación incontrolada de apetito aparece en las personas muy delgadas, podría indicar un posible desorden en los niveles de azúcar y lípidos en sangre.
Al contrario que la hipoglucemia, los ácidos grasos, la colecistoquinina (células secretadas por el intestino delgado) y la serotonina estimulan la zona media del hipotálamo, que provoca la sensación de saciedad (percepción de no tener necesidad inmediata de ingesta de alimentos). Esta sensación de plenitud, tan anhelada por los obesos, no se produce si su alimentación es rica en pastas, cereales, dulces, bollos, etc., dado que estos alimentos provocan ansiedad y un deseo de comer aunque se hayan cubierto las necesidades nutricionales.
Hambre y saciedad. La primera acomete a los obesos y la segunda acompaña a los flacos. Se trata de una contradicción que se puede regular. Los que tienen sobrepeso han de reducir al máximo los dulces e hidratos de carbono complejos, y los delgados deben reducir la ingesta de ácidos grasos y los dulces panificados.
El deseo compulsivo de comer indica un elevado índice de azúcar con la excitación del centro lateral del hipotálamo. Si deseamos cuidar el peso es necesario comer cuando nos acucia el apetito un poco de apio, beber agua con limón y sobre todo no tomar hidratos de carbono o fruta dulce. Si notamos que tenemos algo de hipoglucemia tomar una zanahoria puede resultar muy beneficioso.También puede ayudarnos trabajar el pensamiento y reconocer que se trata de un apetito innecesario y que sólo hay que esperar un tiempo a que llegue la hora de comer.
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