Once cincuenta. Calle Miguel Ángel 17. Los ruidos de la ciudad se mezclaron con el estruendoso choque de un coche contra una moto. Todo se paralizó durante unos segundos eternos, hasta que unos transeúntes se inclinaron ante el cuerpo inerte del conductor de la motocicleta. La escena, desde la ventana de mi despacho, parecía extraída de un rodaje. Los extras iban movilizándose lentamente. Los que esperaban el autobús se acercaron con sigilo, algunos salieron de la cafetería que hay en el número 15, un hombre de unos cuarenta años saltó al carril bus mientras hablaba por el móvil. De un auto aparcado cerca del bordillo salió un hombre que se mantuvo apartado. Su expresión denotaba culpabilidad y perplejidad por igual. Algo no había salido bien. Unos minutos antes conducía por la calle Miguel Ángel y no podía descifrar qué había pasado. Dos policías llegaron y empezaron a enviar mensajes que fueron provocando respuestas casi inmediatas. La ambulancia frenó y los especialistas empezaron a movilizar el escenario. Inmediatamente cortaron el pantalón del herido, le pusieron un collarín, vendaron su tobillo izquierdo, le pasaron a una camilla después de sujetar sus brazos para que no cayeran al elevarle. Los ojos cerrados. Alrededor de la moto, varios documentos estaban desparramados en el asfalto. Las maletas rotas, el asiento fuera de su sitio. Estos eran los espectadores pasivos de aquella escena macabra.
Desconozco de cuál de los dos fue el error; hasta el momento esto importaba muy poco. Desde mi lugar de observadora luchaba por permanecer atenta a aquella escena mientras recordaba situaciones parecidas, propias o ajenas. Dos años antes J. A había arrollado a un joven al equivocarse en el giro de la calle. Para superarlo, visitó a algunos especialistas del alma. Me decía que “la vida no tiene una tecla con la que deshacer los actos equivocados, porque mira que le di vueltas a por qué había girado, por qué no miré…”. La experiencia de J. A., vista en retrospectiva, era el resultado de mucha impaciencia en la toma de sus decisiones, (palabras que ha repetido a todos los que somos sus amigos) tanto en la vida personal como profesional, y el accidente fue consecuencia de un acto de apresuramiento, con resultados nefastos.
Los actores del accidente poco a poco fueron desapareciendo. En la escena final: dos policías toman los datos al conductor del coche. Su rostro lívido, la camisa fuera del pantalón dándole un aspecto desmadejado, las manos un poco temblorosas. Los policías cruzaron la calle. El conductor entró en su pequeño auto y avanzó suavemente hasta el cruce con Martínez Campos. La ciudad siguió su ritmo trepidante.