El vecino del sexto golpeó la puerta al cerrarse. El silencio de la noche se rasgó. Dejé la novela de Elvira Navarro, La ciudad feliz, encima de la mesilla, y cerré los ojos.
Mi madre había salido temprano a realizar la compra del mes en el economato de la empresa. Toda vez que me dejaba sola tenía la misma sensación de libertad limitada. Sabía que mi madre descubriría mis andanzas. Cada uno de los paseos realizados a la zona prohibida se convertía en una agitación y un logro. Mucho miedo y la promesa de no volver a hacerlo.
«Desde ese día, no son pocas las veces en las que deseo atravesar la zona prohibida para comprobar si el vagabundo está sentado en la escaleras de la iglesia, y si se produce en mí el mismo efecto. También cuando juego por mi barrio, o atravieso la ciudad en coche o en el autobús del colegio, permanezco atenta de una manera de la que no soy del todo consciente.»
Bajé del autobús a la hora de siempre. Miré hacia las casas de contraventanas verdes. Allí estaban ellos. Habían llegado en la última remesa de migrantes andaluces. Giré 360º sobre mis pies, y en lugar de acercarme a mi casa de contraventanas rojas, bordeé la barandilla de los bloques de detrás de mi casa. Con pasos temblorosos bajé la escalinata que separaba ambas zonas y eché a correr. No miré en ninguna dirección. Rápida, con mis libros a cuestas, llegué jadeante. Llamé a la puerta y esperé. Mi madre ni me miró. «Ten cuidado por donde pisas que acaban de encerar el suelo.» Respiré. Hoy había salido victoriosa.
«Me detengo en la boca del garaje donde mis padres guardan sus coches. Tengo miedo. Espero justo donde empieza la rampa, aspirando el olor a neumático y gasolina, enfrente hay una papelería con un luminoso morado que acaba de encenderse, y todo está impregnado de humedad. Le doy vueltas a lo que me acaba de pasar; lo que más temo es estar volviéndome loca.»
La niña va entretejiendo la obsesión, y cada día hay algo de sí misma se pierde. Cruza los límites de la sensatez y aspira a una relación desconocida. Aquello que extralimita los muros de la coherencia en la que vive, que arrincona a sus padres y les subyuga, le genera una inquietud que la vitaliza y la arrebola. El colegio, los estudios, las rutinas… Una a una las va dejando atrás, y conforma una novedosa estructura de entramados sensibles y frágiles.
Todos estábamos muy inquietos. De la parte de atrás había llegado la noticia. Un «coreano» (mote que les habíamos puesto a aquellas gentes extrañas que venían a trabajar en la empresa) había muerto. Nunca había visto a un muerto. Nadie en la familia había fallecido. Sentí miedo, y un vahído me nubló el pensamiento. Era muy cobarde. Sabía que no me atrevería a cruzar de nuevo aquellas escaleras. Pero tampoco podía perderme la visión de la muerte. Qué sería aquello. Suponía por los libros que había leído que el hombre no estaría, que sólo habría quedado su cuerpo. Cuando la profesora de matemáticas me sacó al encerado deseé desaparecer. No quería que se marchara mi muerto. Llevaba todo el día esperándolo. Ahora tenía que contestar presta si no quería quedarme castigada.
«Mis padres jamás se han visto, en lo que a mí respecta, con un problema que les lleve a tomar decisiones que jamás habían imaginado que tendrían que tomar, y eso les produce una extraña parálisis.»
Vivo paralizada. Jamás pensé que tendría que enfrentarme a decisiones ante las que tuviera que reafirmar mis ideales, mis capacidades, mis competencias. La diaria y cotidiana tarea no ayuda. Permite pocas huidas hacia delante. Y el miedo se hace opresivo. Divagaciones reiteradas y absurdas.
Bajé. Cuando llegué al tanatorio improvisado había varias personas que podían decirle a mi madre que estaba allí. Autoridades, el practicante, el señor Ureña, nuestro médico de cabecera, Don Manuel. Nadie más había sido valiente. Fuera había visto a Maribel, a Covadonga, a Toñín… Se escondían en la esquina de la última casa de resguardos rojos. Me habían mirado de soslayo y evité darme por enterada. Ahora estaba allí. Delante había una caja de madera muy sencilla. Dentro yacía el muerto. En la cabeza tenía una tela que sujetaba su mandíbula. Los ojos permanecían entreabiertos. El tórax no oscilaba. Miré una y otra vez aquel cuerpo. El pavor y el pánico me atenazaban, pero no podía desplazarme. No quería que estuviera quieto. Quizá era malo, como me habían dicho. Posiblemente me hubiera hecho daño, pues eso me habían asegurado. Pero yo quería agitarle, conmoverle. Pedí a Dios que le ayudara. Que le trajera al mundo de nuevo.
Mi primer muerto era irrecuperable. No había milagros para su muerte. Sor Inés me había dicho que Jesús lo arreglaba todo. Que sólo le tenía que pedir y se cumplirían mis deseos. Yo sólo tenía uno. Lo supliqué allí mismo. Sálvale, repetía una y otra vez.
«El vagabundo está en el bar del chaflán de enfrente, sentado en una mesa junto a la ventana, ante su jarra doble llena de vino con gaseosa. Me detengo y pego la cara al cristal; el vagabundo me mira un momento, o eso creo, pues yo finjo observar el interior.»
No le salvaron. Yo fingí que no me importaba. Cuando salí de allí la calle era distinta. Ya nada volvería a ser igual. No contestaban a mis súplicas. Los malos no merecían morirse y quedarse quietos en una caja. La niña iba perdiendo la capacidad de encontrarse con su niñez, con su vida desde que se había topado con el vagabundo y deambulaba por las zonas prohibidas. Frotaba su alma contra el sentido de las cosas. Miraba, buscaba e intentaba localizar su obsesión particular. Todos anudamos nuestros sentidos, mientras que los demás son espectadores mudos.
«En el bar todo el mundo nos mira. Charlamos casi a diario veinte minutos, y el dueño está cada vez más interesado en saber qué significa eso de que una niña vaya a su local y se siente a hablar con un desarrapado.»
Con un desarrapado o con cualquier cosa que nos dispare la imaginación, nos aleje de los estándares, nos aduzca hasta perder el sentido del yo, cada día uno de nosotros ha escrito una pequeña historia. Como este maravilloso trabajo de Elvira Navarro que nos evoca nuestra infancia, nuestra vida, ese momento en que pasamos a la otra orilla para arrebatarnos de sensaciones y convertirnos en pequeños héroes.
Escribe tu pequeño guión de unas diez líneas sobre alguna obsesión que hayas vivido para que la autora repase tu cuento y te lo comente. Para que te anime a escribir y a descubrir que detrás de ti siempre perdurará algún recuerdo. Porque lo que nunca dejará de existir es la memoria.
Este post entremezcla una historia personal, que se une y acompaña a retazos de la novela. Mañana Elvira Navarro contestará a las historias que escribáis hoy.
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