elvira navarro

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Respuesta de Elvira Navarro (143)

Respuesta de Elvira Navarro (143)Muchas gracias a todas por vuestras historias. Cuando me preguntan por qué escribo sobre la infancia y la adolescencia, me gusta citar un texto de la película La niña santa, de Lucrecia Martel, que dice así: «Teníamos catorce o quince años. El mundo tenía la medida exacta de nuestras pasiones. La intensidad de las ideas religiosas y el deseo sexual nos hacía voraces. Éramos implacables en nuestros planes secretos. Alrededor la vida se desnudaba, más rápido que nosotras en su basta complejidad. Estábamos alerta porque teníamos una misión santa, pero no sabíamos cuál era. Cada casa, cada pasillo, cada habitación, cada gesto, cada palabra, necesitaba de nuestra vigilia. El mundo era monstruosamente bello». Creo que vuestros textos reflejan también esta cualidad de la que habla la directora de cine argentina, y que se tiene durante los primeros años de vida, de asistir a los acontecimientos como si fueran epifanías.

Meruta, me gusta lo que cuentas porque me ha recordado la fatal impresión, muy viva en la infancia, de que acaba de escapársenos algún tipo de realización que parecía definitiva.

Siloé, gracias por ese vitalismo. A ti no parece habérsete escapado nada.

Cristi, hay un filósofo, Kant, que tiene toda una teoría sobre de qué modo lo exterior, la naturaleza (aunque tú hablas de una ciudad), refleja la libertad del hombre, y eso, cierto o no, es lo que logras trasmitir con tu cuento.

Tzazu, tu texto también refleja lo que le he comentado a Cristi, pero desde la voluntad. Y qué ganas no de huir, que también, sino de tirarse de cabeza a la aventura.

Miss Obsesiones, a veces creemos que alguien nos acompaña, y es una invención de la que no nos gusta responsabilizarnos. En el amor platónico, que es de lo que trata tu historia, se proyectan expectativas sobre la otra persona que son pura ciencia ficción.

Cristina V, yo soñaba con unas voces que me aplastaban. Y en un cuento perteneciente a mi primer libro, La ciudad en invierno, recreo un ambiente muy parecido al que describes:

«Miradas a hurtadillas, el sonido del reloj, las cortinas echadas y la áspera respiración de las mujeres adormecidas en el sofá; calma chicha en la que la pequeña permanece quieta, muy quieta, con los ojos cerrados como ahora y atenta a las virutas de muchos colores, hasta que a veces Estrella se despierta y viéndola en trance le pregunta:

– ¿De qué tienes miedo, Clarita?

La niña suele mirarla con ojos tristes. Algo parecido al desamparo llega, y se sabe infinitamente pequeña ante la tía, por cuyo amor siente verdadero asco.»

RA, de niña vivía en un pueblo atravesado por una carretera. Había un túnel subterráneo para cruzar al otro lado del pueblo, por el que tenía que internarme diariamente para ir a la escuela. Los chicos mayores nos decían que en el túnel vivía un doberman presto a saltar sobre nuestra yugular. Jamás lo vi, pero no he podido superar el miedo a los perros.

La Motita, te diría lo mismo que a RA.

D22, pienso que la obsesión tiene mucho de metaliteraria, pues su contenido es una mera excusa. Nos entregamos al estado obsesivo pensando que tiene un sentido. Pero no hay más sentido que el propio bucle.

Encarna, en La orilla escribo esto: «Nada es tan excitante como sentir que traspasamos el umbral de lo conocido, que somos capaces de ir de la mano con nuestro propio miedo y con la adrenalina en el estómago. Es como el vértigo que en las montañas rusas precede a la caída, sólo que en las atracciones de feria éste tiene un fin definido y mecánico, mientras que el territorio que se nos abre con los films continúa luego en la noche, cuando los fantasmas de la pantalla pueblan también los armarios y hacen moverse a los muñecos de su sitio». Les pido además a los fantasmas que no se les ocurra sonreírme.

Sara, yo creía profundamente en el hombre del saco. Que los adultos nos construyeran el mundo, o ciertas partes de él, como una amenaza, tenía dos cosas buenas: el misterio y el desafío.

Lorenzo, qué buenísima historia y qué bien escrita. En esto de escribir, la credibilidad depende de la coherencia entre muchos elementos (voz, tono, tema, ritmo, personajes), pero además hay un extra, un aura como de «verdad», no porque se nos esté adoctrinando sobre nada, sino porque se nota que lo que se narra viene de una necesidad del que escribe de contar esa situación y de trasmitirla con fidelidad. Por otra parte, la fidelidad no tiene que ver con contar las cosas tal y como ocurrieron, sino con ser fiel a las palabras que permiten vehicular lo que se pretende narrar, sin deslizarse a efectismos. Tiene que ver, en fin, con respetar la correspondencia entre la forma y el contenido. Tu pequeña narración, desde mi punto de vista, consigue todo eso. Y no te creas que es fácil, así que te felicito

Gracias de nuevo a todas y felices fiestas.

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La orilla. Historia de una obsesión (142)

El vecino del sexto golpeó la puerta al cerrarse. El silencio de la noche se rasgó. Dejé la novela de Elvira Navarro, La ciudad feliz, encima de la mesilla, y cerré los ojos.

Mi madre había salido temprano a realizar la compra del mes  en el economato de la empresa. Toda vez que me dejaba sola tenía la misma sensación de libertad limitada. Sabía que mi madre descubriría mis andanzas. Cada uno de los paseos realizados a la zona prohibida se convertía en una agitación y un logro. Mucho miedo y la promesa de no volver a hacerlo.
«Desde ese día, no son pocas las veces en las que deseo atravesar la zona prohibida para comprobar si el vagabundo está sentado en la escaleras de la iglesia, y si se produce en mí el mismo efecto. También cuando juego por mi barrio, o atravieso la ciudad en coche o en el autobús del colegio, permanezco atenta de una manera de la que no soy del todo consciente.»
Bajé del autobús a la hora de siempre. Miré hacia las casas de contraventanas verdes. Allí estaban ellos. Habían llegado en la última remesa de migrantes andaluces. Giré 360º sobre mis pies, y en lugar de acercarme a mi casa de contraventanas rojas, bordeé la barandilla de los bloques de detrás de mi casa. Con pasos temblorosos bajé la escalinata que separaba ambas zonas y eché a correr. No miré en ninguna dirección. Rápida, con mis libros a cuestas, llegué jadeante. Llamé a la puerta y esperé. Mi madre ni me miró. «Ten cuidado por donde pisas que acaban de encerar el suelo.» Respiré. Hoy había salido victoriosa.
La orilla. Historia de una obsesión (142)«Me detengo en la boca del garaje donde mis padres guardan sus coches. Tengo miedo. Espero justo donde empieza la rampa, aspirando el olor a neumático y gasolina, enfrente hay una papelería con un luminoso morado que acaba de encenderse, y todo está impregnado de humedad. Le doy vueltas a lo que me acaba de pasar; lo que más temo es estar volviéndome loca.»
La niña va entretejiendo la obsesión, y cada día hay algo de sí misma se pierde. Cruza los límites de la sensatez y aspira a una relación desconocida. Aquello que extralimita los muros de la coherencia en la que vive, que arrincona a sus padres y les subyuga, le genera una inquietud que la vitaliza y la arrebola. El colegio, los estudios, las rutinas… Una a una las va dejando atrás, y conforma una novedosa estructura de entramados sensibles y frágiles.
Todos estábamos muy inquietos. De la parte de atrás había llegado la noticia. Un «coreano» (mote que les habíamos puesto a aquellas gentes extrañas que venían a trabajar en la empresa) había muerto. Nunca había visto a un muerto. Nadie en la familia había fallecido. Sentí miedo, y un vahído me nubló el pensamiento. Era muy cobarde. Sabía que no me atrevería a cruzar de nuevo aquellas escaleras. Pero tampoco podía perderme la visión de la muerte. Qué sería aquello. Suponía por los libros que había leído que el hombre no estaría, que sólo habría quedado su cuerpo. Cuando la profesora de matemáticas me sacó al encerado deseé desaparecer. No quería que se marchara mi muerto. Llevaba todo el día esperándolo. Ahora tenía que contestar presta si no quería quedarme castigada.
«Mis padres jamás se han visto, en lo que a mí respecta, con un problema que les lleve a tomar decisiones que jamás habían imaginado que tendrían que tomar, y eso les produce una extraña parálisis.»
Vivo paralizada. Jamás pensé que tendría que enfrentarme a decisiones ante las que tuviera que reafirmar mis ideales, mis capacidades, mis competencias. La diaria y cotidiana tarea no ayuda. Permite pocas huidas hacia delante. Y el miedo se hace opresivo. Divagaciones reiteradas y absurdas.
Bajé. Cuando llegué al tanatorio improvisado había varias personas que podían decirle a mi madre que estaba allí. Autoridades, el practicante, el señor Ureña, nuestro médico de cabecera, Don Manuel. Nadie más había sido valiente. Fuera había visto a Maribel, a Covadonga, a Toñín… Se escondían en la esquina de la última casa de resguardos rojos. Me habían mirado de soslayo y evité darme por enterada. Ahora estaba allí. Delante había una caja de madera muy sencilla. Dentro yacía el muerto. En la cabeza tenía una tela que sujetaba su mandíbula. Los ojos permanecían entreabiertos. El tórax no oscilaba. Miré una y otra vez aquel cuerpo. El pavor y el pánico me atenazaban, pero no podía desplazarme. No quería que estuviera quieto. Quizá era malo, como me habían dicho. Posiblemente me hubiera hecho daño, pues eso me habían asegurado. Pero yo quería agitarle, conmoverle. Pedí a Dios que le ayudara. Que le trajera al mundo de nuevo.
Mi primer muerto era irrecuperable. No había milagros para su muerte. Sor Inés me había dicho que Jesús lo arreglaba todo. Que sólo le tenía que pedir y se cumplirían mis deseos. Yo sólo tenía uno. Lo supliqué allí mismo. Sálvale, repetía una y otra vez.
«El vagabundo está en el bar del chaflán de enfrente, sentado en una mesa junto a la ventana, ante su jarra doble llena de vino con gaseosa. Me detengo y pego la cara al cristal; el vagabundo me mira un momento, o eso creo, pues yo finjo observar el interior.»
No le salvaron. Yo fingí que no me importaba. Cuando salí de allí la calle era distinta. Ya nada volvería a ser igual. No contestaban a mis súplicas. Los malos no merecían morirse y quedarse quietos en una caja. La niña iba perdiendo la capacidad de encontrarse con su niñez, con su vida desde que se había topado con el vagabundo y deambulaba por las zonas prohibidas. Frotaba su alma contra el sentido de las cosas. Miraba, buscaba e intentaba localizar su obsesión particular. Todos anudamos nuestros sentidos, mientras que los demás son espectadores mudos.
«En el bar todo el mundo nos mira. Charlamos casi a diario veinte minutos, y el dueño está cada vez más interesado en saber qué significa eso de que una niña vaya a su local y se siente a hablar con un desarrapado.»
Con un desarrapado o con cualquier cosa que nos dispare la imaginación, nos aleje de los estándares, nos aduzca hasta perder el sentido del yo, cada día uno de nosotros ha escrito una pequeña historia. Como este maravilloso trabajo de Elvira Navarro que nos evoca nuestra infancia, nuestra vida, ese momento en que pasamos a la otra orilla para arrebatarnos de sensaciones y convertirnos en pequeños héroes.
Escribe tu pequeño guión de unas diez líneas sobre alguna obsesión que hayas vivido para que la autora repase tu cuento y te lo comente. Para que te anime a escribir y a descubrir que detrás de ti siempre perdurará algún recuerdo. Porque lo que nunca dejará de existir es la memoria.
Este post entremezcla una historia personal, que se une y acompaña a retazos de la novela. Mañana Elvira Navarro contestará a las historias que escribáis hoy.
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