«En ocasiones vivimos impactos emocionales que nos desbordan, con pocos recursos propios para paliar los efectos de inseguridad y desconfianza personal que nos provocan». Así iniciamos nuestros post sobre alimentación emocional. Hoy vamos a continuar con uno de los macronutrientes que mayor intervención tiene en elevar nuestra seguridad: los hidratos de carbono, también llamados carbohidratos o glúcidos. Este macronutriente se encuentra casi de manera exclusiva en los alimentos de origen vegetal, y es el más abundante de la biosfera, y a su vez el más diverso.
Su función principal es aportar energía para las actividades vitales de las células y producir la energía aprovechable para el trabajo muscular. En el mundo de las emociones son los que sustentan nuestra expresividad social.
En su concepto energético, los glúcidos atienden el gasto de energía que impone la propia vida, el que se produce por el ejercicio voluntario que realizamos a través del sistema nervioso central y el desgaste de la actividad de los tejidos y sistemas orgánicos que dependen del sistema nervioso vegetativo, del que no somos conscientes. Nuestra seguridad, para tomar decisiones de corte activo, depende en gran medida del equilibrio de esta energía vital. Nuestro movimiento será más firme y menos dubitativo cuando nos sentimos llenos de fuerza y con respuesta inmediata a los retos que surgen en nuestro hacer cotidiano. Un test rápido para comprobar el nivel de esta energía es cuando nos levantamos, ya que a veces nos sentimos más agotados que antes de acostarnos. La causa puede provenir de una deficiencia o excesiva cantidad de hidratos.
A nivel estructural, los carbohidratos forman parte de los ácidos nucleicos (ADN y ARN), que preservan y transmiten la información genética y de las membranas celulares. Asimismo, colaboran en la regulación del metabolismo de los lípidos, evitando la acumulación de grasas y la formación de cuerpos cetónicos. En este apartado, el desequilibrio de glúcidos está ligado a una falta de amor a uno mismo, tanto en la complexión (obesidad o cuerpo mórbido) como en alguna de las actitudes personales que rechazamos, y que tienen su origen en la familia. Diríamos que llevamos en nuestro «ADN » una falta de seguridad personal que nos abomina y nos lleva a comer sin medida, a pesar del resultado poco grato, como es la masa grasa (el michelín) de la cintura.
Cuando el aporte de hidratos de carbono es deficiente, el organismo emplea proteínas con fines energéticos, relegando su función práctica. Este aspecto debe tenerse en cuenta en procesos de adelgazamiento en los que se reduce drásticamente la ingesta de este macronutriente en aras de resultados rápidos, con la consiguiente pérdida de tono muscular y debilidad estructural. Lo que se produce entonces es una sensación de seguridad que a veces es fatua. Surge más de una creencia que de la certeza de los logros, pues se obvia el análisis experiencial. En el plano emocional, persiste el mal humor cuando no se consiguen las expectativas, porque la energía de las proteínas es menos «dulce» que la de los hidratos.
Siempre que se mantenga una vida muy sedentaria, y se ingiera más glucosa de lo que se gasta o se quema, la misma se depositará como grasa, ya sea entre los órganos vitales, o bajo la piel. Si recordamos este aspecto cuando distribuimos nuestra dieta diaria, debemos mantener el criterio de reducir o ampliar la cantidad aconsejable de carbohidratos en relación directa con la grasa corporal que nos falta o nos sobra. Hay que recordar que: «la grasa llama a la grasa», haciéndonos dependientes de nuestro propio desorden alimenticio y alterando el «aire interno».
La semana que viene seguiremos con el mundo de los hidratos de carbono visto por los orientales.
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