La chimenea quemaba un último leño y de las brasas salía una calor entrañable. Los ventanales empañados impedían que viera la calle, en la que se dibujaban siluetas apresuradas. Me cobijé dentro de mi abrigo de lana inglesa y me dispuse a acoger la noche fría de primeros de diciembre. La decoración navideña del hotel me envolvía con su dulzón recuerdo, tan familiar y tan añejo.
Había quedado con un amigo que estaba en la ciudad. Teníamos planeado cenar. El lugar no estaba previsto. Iríamos calle abajo y los carteles de neón, las luces, los visitantes, la afluencia, nos empujaría en cualquier dirección. Aún quedaban más de diez minutos para el encuentro y deambulé por los rincones del hotel, sin rumbo aunque sin alejarme del lugar acordado.
A la hora exacta llegó mi compañero. Me gustó verle sonriente y motivado para disfrutar del paseo y una buena cena. Caminamos hacia la escalinata della Trinitá dei Monti en busca de la Piazza del Popolo. La Piazza bullía de vida y los transeúntes paseaban mirando aquí y allá sin objetivo previo. Nadie parecía dirigirse a sitio alguno. Nosotros nos sumamos, y al rato parecíamos parte de aquella expresión latina de movimiento, sonrisas y algarabía. En uno de estos remolinos, impulsados por un grupo, paramos delante de un restaurante que quedaba a la izquierda de la plaza. Las ventanas que tenían las cortinas descorridas nos mostraron un ambiente vivaz y cosmopolita. Los comensales parecían disfrutar de un buen yantar y un agradable espacio. Nos pareció que todas las mesas estaban ocupadas. No obstante, entramos. Una mesera recia nos recibió y confirmó que estaba repleto. Nos ofreció reservarnos la mesa y que volviéramos en 90 minutos.
La ciudad museo. Una historia para debatir (134)
Habíamos conectado con el lugar, y las viandas que aparecían en el mostrador nos resultaron muy sugerentes, así que nos fuimos un tanto desolados. Empezamos a caminar por la Vía de Savoia, y cuando no habíamos recorrido más de doscientos metros le dije a mi compañero que, si no le molestaba, prefería esperar. Acordamos acercarnos a un hotel de la Vía Babuino, dos calles más arriba, y tomarnos un refrigerio mientras hacíamos tiempo.
El hotel era un edificio recientemente restaurado. El interior, de corte minimalista y decoración moderna, rompía el diseño clásico del resto de los hoteles de pro de Roma. Lo abigarrado dejaba paso a lo esencial. Sus paredes de pinturas lisas, los suelos cubiertos de esterilla, mesas y sillas de madera marrón oscuro y patas de acero. Los sillones eran de respaldo muy alto, y nos invitaban a descansar en ellos. Los clientes habían cambiado la pana por la franela, la bufanda por la corbata. En fin, que no sólo el decorado era distendido, sino también los clientes.
Entre un zumo de manzana y tomate, unas pipas de calabaza, una charla cariñosa de un camarero hispanoparlante, además de un paseo por los jardines del hotel, pasaron los minutos y volvimos al restaurante. La comendadora nos recordó y nos llevó hacia una mesa que estaba cercana a la ventana.
La mesa ocupaba un lugar estratégico desde el que pude ver una gran parte de la sala. De pronto le miré. Vestido de traje blanco y camisa negra. Tenía más de 80 años, pelo cano, ojos escrutadores. Como el viejo zorro que conoce y lo ha vivido todo. Me gustó mirarle. Sus manos huesudas se movían con una destreza no exenta de delicadeza. Una mujer que tenía en frente inició una conversación que al anciano le inquietó. Se removió en su silla y frunció su entrecejo. Pude entender que hablaba de política, y que disentía de algunos asuntos concernientes a las relaciones entre Milán y Roma. Parecía que la ciudad del Norte se negaba a mantener el patrimonio cultural de la capital italiana.
Otro personaje avivó el debate considerando que Roma debería soportar su economía y ser independiente de cualquier otro estado. «Esta ciudad es un museo que atrae a millones de turistas, y son los beneficios que reporta esta riqueza los únicos que deberían facilitar su crecimiento y desarrollo». La mujer que estaba a la derecha de mi personaje central le preguntó por su opinión. Todos callaron y le miraron con absoluto interés. «Roma es arte, cultura, belleza. Cada uno de sus edificios, cada pared que la sustenta, guardan miles de años de historia. Es esta cualidad la que atrae al turismo, la que la hace única y diferente a cualquier ciudad europea. Ahora bien, es esta condición, y no otra, la que la convierte en una carga económica inconmensurable para toda Italia. Milán, como ciudad industrial, tiene un dinamismo económico que le permite crecer independiente de cargas del pasado. Muchas ciudades italianas exigen este continuo mantenimiento de su arte. Florencia, Venecia, Siena, Verona, Pisa, Asís… Cada una de estas urbes han vivido y viven algún proceso de deterioro que exige un desembolso para mantenerlas año tras año. Todas entregan a los visitantes lo mejor de sí mismas. Sabemos que Venecia se hunde, que Pisa se cae, que Florencia envejece, y que Roma… En fin, el mundo entero debería participar de este gasto permanente. Italia debería ser considerada patrimonio de la humanidad. Es una obra universal, y cada nación debería aportar una parte de su PIB para cuidarla.»
En ese momento nuestro caballero elevó sus manos por encima de la mesa. Sus dedos jugaron durante unos segundos recreando una ilusión vital. Sus ojos brillaron y su cuerpo avanzó hacia los demás con fuerza. Creía que Italia debía conquistar el mundo de nuevo, que los romanos deberían recuperar los reinos que habían perdido en el pasado. El tributo esta vez era mantener los recuerdos de cientos de años cargados de historia, artes y cultura. El César ya no era Marco Aurelio el filósofo, o Nerón el asesino, ni Calígula el loco. El rey de reyes ahora era el arte. La decadencia vigilada por los moradores del mundo. Cuidar la ciudades contra el hambre. Mantener el pasado contra la vida diaria. Revitalizar el coliseum. Impedir la caída de una torre que año tras año se hunde algún milímetro más. Mis cavilaciones me desconectaron del resto de los tertulianos, que ahondaban en algunas opiniones.
El anciano calló. Su mirada reposó sobre el resto de amigos, con suavidad, sin retos, marcando el espacio con sus ideas. Miré sus ojos de viejo lobo marino, avezado por las mil batallas, callado por las mil derrotas, capaz como nadie de saber qué sucede en el aquí y el ahora. Un saber basado en el pasado envejecido.
Mi viejo romano puso sus manos apoyadas en la muñeca y movió su cabeza delicadamente arriba y abajo, asintiendo hacia otro comensal que seguía hablando del tema. Ya no quise escuchar más.
Mi compañero guardaba silencio. El asunto nos resultaba complejo. Ambos adoramos el arte. Habíamos disfrutado de cada calle, de cada trozo de historia que rezumaba por aquella ciudad vieja y siempre por descubrir. Quería oponerme a sus opiniones y a la vez las entendía.
Volvimos callados y cabizbajos a nuestros hoteles. El debate estaba servido. No era cuestión de encontrar la respuesta. No nos competía a nosotros. Sin embargo, aún hoy me sigo cuestionando si el pasado debe seguir paralizando el presente. Si los bienes económicos no deberían estar al servicio del hombre y para el hombre. Buscando lo mejor para él, erradicando el hambre del mundo, potenciando nuevos modelos de gestión que habiliten a cada ciudadano para ser autosuficiente. Que se ponderen las riquezas de la tierra y se repartan entre los que viven en ella.
Pasamos delante del hotel Russia. Nuevo y sin estructuras barrocas ni románicas. ¿Qué perdería la ciudad si se renovase optimizando el mantenimiento, minimizando las estructuras y empleando materiales resistentes?
Extraño la coherencia. Es difícil entender que gastemos millones de euros en mantener un edificio para que alguien se recree mirándolo mientras miles de seres se mueren de hambre, otros muchos no tienen dónde cobijar su familia, y la mayoría lucha por mantenerse mes a mes. Pueblos enteros no tienen agua, y cientos de niños no acceden a las escuelas.
Roma duerme y me mantengo en vigilia. Quiero que me encuentre el día madurando estas ideas.
Quizá podamos hablar sobre este tema, y si bien las soluciones no están en nosotros, sí podemos ampliar nuestro mapa con los diferentes puntos de vista.
Leer más