En el post 108 del pasado lunes hablábamos del film de Ridley Scott Gladiator, y acabamos diciendo: «El mundo lo dirigen muchos Cómodos que aman el poder, aunque no el camino para lograrlo. Hay muchos Máximos que se negaron al honor de ser los transformadores». 

Máximo Décimo Meridio (Russell Crowe) se negó a ser el restaurador de la república en Roma. Máximo, el general de los ejércitos, el hombre que había vencido a miles de soldados en dos años largos de guerras, deseaba volver a su hogar. Rechazó el gran honor que el César le ofrecía. Su desapego al poder le hacía especial y único para ser quien construyera una nueva Roma. Máximo pensaba que había que conocer la ciudad, entender de política. Sin embargo, Marco Aurelio consideraba que era ese desconocimiento, esa pureza de su mente, la que le convertiría en el líder perfecto. Máximo preguntó por Cómodo. El César se inquietó y contestó que Cómodo no tenía moral y no podía dirigir Roma. La falta de moral no podía gobernar los pueblos, ni las sociedades, ni las organizaciones. La corrupción no debía regir Roma, dijo Marco Aurelio. Y estas palabras son válidas hoy, en el siglo XXI. La moral debe ondear en todas las banderas y ser la misión de los hombres.
 
Gladiator. Algo más que un destino (113)Máximo necesitaba tiempo. Todos pensamos que necesitamos tiempo para tomar las decisiones correctas. A veces el tiempo se dilata y nos anula la libertad para decidir. Cuando queremos hacerlo, alguien nos robó la libertad. Cómodo liberó la última batalla por Máximo. Resolvió que su padre estaba equivocado. La soledad anegó de frío a Marco Aurelio.
 
«¿Estás dispuesto a cumplir tu obligación para con Roma?» «Sí, padre.» «No vas a ser Emperador.» «¿Qué hombre más mayor y más sabio ocupará mi lugar?» «Mis poderes pasarán a Máximo. Roma será una república de nuevo.» «Máximo…» «Sí.» «Una vez me escribiste enumerando las cuatro grandes virtudes: sabiduría, justicia, fortaleza y templanza. Constaté que no tenía ninguna de ellas. Sin embargo, poseo otras virtudes. Ambición. Se convierte en virtud si nos conduce al éxito. Ingenio, valor; tal vez no en el campo de batalla. Pero hay muchas formas de valor. Devoción a mi familia y a ti. Ninguna de mis virtudes figuraba en tu lista. Incluso parecía que no me deseabas como hijo.» «Oh, Cómodo, vas demasiado lejos.» «Escudriñé el rostro de los dioses, buscando el modo de complacerte. De llenarte de orgullo. Una palabra amable. Un fuerte abrazo. Tus brazos apretándome con fuerza contra tu pecho. Habría sido como tener el sol en mi corazón mil años. ¿Qué hay en mí que tanto odias? Lo único que siempre quise es estar a tu altura.» «Cómodo, tus defectos como hijo son mi fracaso como padre.» «Arrasaría el mundo entero porque tú me amases.» Estas palabras acompañan los últimos momentos del César mientras es asesinado.
 
La franja que separa la libertad para decidir de la imposibilidad para hacerlo es tan ligera como una hoja de seda. El orgullo nos ciega y la estrategia que hemos empleado para nuestros éxitos desaparece cuando las emociones nos desbordan, a la vez que el deseo de venganza nos enreda en sus juegos infernales. Es en ese momento cuando la vida nos aleja de todo lo que han sido nuestros sueños personales, cuando perdemos el contacto con nuestra misión. Nuestra visión se contamina y nos alejamos de nuestro foco. Y ahora sólo queda el camino de vuelta.
 
Cómodo consideró que él merecía ser el nuevo César del gran Imperio. Mató a su padre y dejó en el aire las palaras de recriminación que muchos de nosotros hemos recitado a nuestros padres, queridos o no por nosotros. A esos padres que nos exigían, que despreciaban nuestro esfuerzo comparándolo con el de algún hermano más presto, más sabio, más bondadoso. Qué dolor más infinito. Horas de arrojo baldías e ignoradas. Marco Aurelio demandaba sabiduría, justicia, fortaleza y templanza como los valores de un gran hombre. Cómodo, a cambio, le ofrecía ambición, ingenio, valor y devoción. El padre rechazó esta ofrenda en aras de sus ideales. Máximo poseía cada una de estas virtudes. Pero quería descansar, recoger los frutos de sus campos, y Cómodo aprovechó esta decisión para hacer valer su afán por el poder.
 
La vida nos da oportunidades extraordinarias para evidenciar los errores de nuestros padres. Cómodo tuvo la ocasión de mostrar y enseñar al mundo que su padre, el sabio, se había equivocado. Que él conocía las necesidades del pueblo y que podía restituir la grandeza de los poderes en Roma.
 
Cómodo rehabilitó todas las leyes que su padre había derogado. La lucha en la arena del coliseum de los gladiadores. Las fiestas del pueblo, donde avivaban sus peores instintos. La corrupción del Senado, estimulando las intrigas. La falta de respeto a cada uno pilares que sustentaban el mandato del antiguo César poco a poco deja entrever a Cómodo como el hijo maldito. Cada uno de estos pasos distanciaba a este hijo de la dignidad y la rehabilitación de su nombre. La vida nos permite limpiar la imagen cercenada por la exigencia de nuestros padres. Muchas de las opiniones que hemos recibido en nuestra infancia han sido equivocadas. Podemos levantarnos contra esta injusticia convirtiéndonos en imágenes palpables de otra realidad diferente.
 
Quisiera quebrantar los pilares que han sustentado todos mis complejos y elevarme por encima de todas las opiniones que me han desmembrado. Para ello, es imprescindible que separe lo real de lo ficticio, la culpa de las justificaciones.
 
Elevarme por encima de mis miedos, de mis avatares y ceñirme a una verdad inexorable: puedo. Cada día tengo la potestad de conformar una personalidad que responda a los perfiles que para mí son válidos.
 
Las luces y las sombras se van vertiendo en las diferentes escenas donde «El Hispano» retoma su lucha por los intereses de los débiles y Cómodo infringe todas y cada una de las leyes amadas por su padre.
 
En suelo yace «El Hispano», y su pueblo grita enfebrecido: «¡Máximo!». El general cumplió con su César y ganó la última contienda. Cómodo reposa en la arena para siempre. Nadie le recordará por sus hazañas, aunque sí por su miserable actuación política.
 
Los periódicos llenan sus páginas de miles de Cómodos. La desconfianza en los líderes, en los políticos, en casi todos los mandatarios, convierte esta vida en un paraje yermo donde nada crece y nada ilusiona.
 
Aquí y allá los posibles Máximos menosprecian a los Cómodos que les dirigen, pero siguen buscando su tierra. Demos gracias a cada uno de los grandes hombres que han luchado por sus ideales. Agradezcamos a cada escritor agitador de nuestras conciencias. A cada conferenciante que participa de sus ideas y las confronta con los escépticos. Sigamos de cerca a los movilizadores de nuestros mejores deseos y venzamos la inercia hacia el no por un sí categórico e ilusionante.
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