Tomar una decisión conlleva elegir entre varias posibilidades sabiendo cuál es la más adecuada. Este ejercicio selectivo exige rapidez porque, en caso contrario, se pierden oportunidades que pueden originar mucha frustración y cierto malestar.
Aprender a decidir entre dos posibilidades sin titubear exige tranquilidad, un alto nivel de concentración y la serenidad suficiente para liberarse de la noción del tiempo. Los enemigos de este proceso son la precipitación, el acaloramiento, cierta inestabilidad emocional y el alto nivel de presión.
Antes de decidir debemos asegurarnos que estamos en calma y con un alto poder de conexión con las circunstancias. El miedo a equivocarnos augura errores y apresuramiento en la determinación, con cierta predisposición a reaccionar fuera de los márgenes aconsejables.
Vivimos inmersos en nuestros pensamientos, y los recuerdos de errores pasados fabulan contra nuestra libertad. Todo lo que hemos vivido en el pasado ha dejado huellas indelebles que limitan nuestra capacidad de reflexión y agitan los vientos internos. Por ello, es conveniente que aprendamos a distinguir cuándo estamos preparados para tomar decisiones rápidas o cuándo estamos respondiendo desde la precipitación por miedo a la pérdida.
El equilibrio entre el apresuramiento y la ralentización marca la diferencia entre ser seguro o vivir en la desconfianza y el miedo.