Valencia bullía desde las primeras horas de la mañana por la final de la Copa del Rey. Cuando entramos en el taxi en la plaza de las Cortes Valencianas, eran ya casi las 17 horas. Un autobús emitía a todo volumen el “Aserejé” de Las Ketchup, a la vez que unos jóvenes proferían gritos animando a su equipo de fútbol, el Athletic. “Están lejos del campo de fútbol, nos comentó el taxista, hoy hay más de 35.000 seguidores del Athletic, muchos de ellos no tienen entradas… Los seguidores del Barcelona están llegando ahora porque están mucho más cerca. En tres horas llegan por carretera”. El taxista, con una gracia natural, nos informaba del evento del día.
“¿En Valencia cuál de los equipos es el preferido? ¿Qué equipo quiere que gane?” La respuesta fue rápida y muy clara: “Ninguno. Si pudiera ser, lo que yo quisiera es que perdieran los dos. Lo peor que nos podía pasar en Valencia es que vinieran los vascos y los catalanes”. Para aumentar su desagrado, al llegar a nuestro destino nos encontramos con una profusión de simpatizantes de ambos clubes.
En el recorrido hasta la estación de RENFE pudimos comprobar el impacto social del fútbol. Valencia era una ciudad nueva en la que se mezclaban los ciudadanos de todos los días con una muchedumbre de roj
o y blanco o de azulgrana. Algunos de ellos llevaban pintadas rojas en la cara y cantaban la victoria de su equipo. Ya en de vuelta a Madrid, escuchamos conversaciones muy variadas que giraban sobre el posible vencedor del partido. Uno decía que aunque le gustaba el Barça, le daba mucha rabia que “se lo llevaran todo este año” y prefería que ganara el Athletic . Alguien explicaba que en ‘Sanse’ tenían un poco de repelús al equipo de Bilbao… Otro quería que ganara el Barça sin saber por qué; parece ser que no le gustaba el fútbol.
Cuando llegué a casa escuché un grito de gol, tímido y muy distinto a cuando se trata del derbi madrileño o de un Madrid-Barça. Puse la TV 1. El marcador iba 1 – 3. Los graderíos gritaban desaforadamente. El reloj de la crisis se había quedado parado. Los miles de problemas sociales estaban colgados en algún perchero. Al final, el himno y miles de pitidos estallaron en el campo. Extraña combinación entre algarabía deportiva y queja política. Los humanos somos sorprendentes. Pasamos de llorar a reír, de la paz al grito, en cuestión de segundos. Quizá tendríamos que tener un plan de humanidad renovable para aplicarlo a todas las experiencias. ¿Qué nos parecería una bolsa de reciclaje para los miedos, la ira y los malos modos? Cuando se habla de cogeneración para reducir el CO2 o de biomasa para consumir los deshechos, deberíamos también pensar en la creación de un sistema para retirar las actitudes humanas contaminantes.