Si buscamos la bondad, la paz o la felicidad más allá de este mundo, estamos perdiendo la oportunidad de mejorar nuestra calidad de vida, nuestros pensamientos y nuestra modo de vivir aquí y ahora.
Mis maestros me enseñaron que era imprescindible cumplir los mandamientos para optar a la salvación de mi alma, la cual se vería cumplida al final de mi vida. De alguna manera, con esta enseñanza perdí el sentido del ahora. Mis actos tenían como premio descansar al lado del Padre amoroso. Dios me regalaba, una vez superados los lazos con lo terreno, un espacio a su lado para siempre.
Empecé a afanarme por obtener los mejores resultados, olvidando el proceso para alcanzarlos. Me convertí en una pordiosera de los éxitos y perdí el amor incondicional, el calor de las palabras, la rítmica de los hechos, la cadencia gozosa del trabajo bien hecho, los calores y las substancias conocidas.
Cada día regalaba flores para que Dios me acogiera en su seno. Le miraba y le decía: «¿Has visto que buena soy? ¿Te has percatado de mi grandeza de espíritu?». Mi cabeza presuntuosa se iba separando de mis hombros y miraba al mundo, prepotente y atrevida. Yo era la hija predilecta de Dios. Sólo había que darse cuenta de mis obras piadosas, de mis compulsas y abnegadas reflexiones de generosidad para confirmarlo. En algunos momentos, hasta me permitía debatir el sentido de las obras ajenas, que me parecían siempre peores que las mías.
No cabe duda de que buscar la luz es una negación a la luminiscencia existente. Buscar más allá de lo que hay es apostrofar contra lo que nos une y nos sustenta. Las caricias de un corazón ardiente sólo puede contener la dicha del momento. Es esta incandescencia la que ilumina nuestra realidad y, mirándola de frente, nos guía y nos alienta a seguir existiendo.
La luz del cielo se derrama por encima de cada uno de nosotros cuando nos acercamos a nuestra existencia disfrutando de la bondad que nos constituye y la grandeza de algunos de nuestros actos.