Las humanidades y los negocios se vivían en disputa y desencuentro en la Grecia Antigua, y hasta el siglo XIX no empezó a valorarse al hombre de negocios como un ser distinguido y válido.
En el libro The Business Life of Ancient Greece (2001), George Miller Calhoun describe el mundo comercial ateniense y nos cuenta que además de la filosofía en la polis, Atenas también se caracterizaba por su economía monetaria, su intenso comercio marítimo y un sistema bancario relativamente desarrollado. No obstante, los griegos cultos no tenían en alta estima a los comerciantes, quienes frecuentemente eran excluidos de la ciudadanía. Aristóteles los acusaba de ejercer una actividad en contra de la naturaleza por su afán de lucro. Y este tipo de mentalidad persistió en Roma, donde los pensadores Cicerón y Séneca criticaban a los negociantes por causar la degradación moral del pueblo.
En la Edad Media, si bien la agricultura y la artesanía en pequeña escala eran aceptadas como formas legítimas de ganarse la vida, el comerciante seguía siendo despreciado. Tomás de Aquino sostenía que el vendedor tenía la obligación moral de fijar el precio de sus artículos según su «valor real», siendo ilícito especular con los desequilibrios entre oferta y demanda para aumentar los beneficios. Sería estupendo que pudiéramos recuperar estos sabios consejos.
Hasta los albores de la modernidad, los hombres de negocios no habían logrado insertarse exitosamente en sus respectivas sociedades, y siempre habían sido marginados porque la sociedad consideraba que los comerciantes ejercían oficios innobles, donde se mezclaba el engaño, los intereses más banales y la falta de cultura.
La confluencia entre management y negocios aparece en la Gran Bretaña del siglo XIX, en plena revolución industrial y auge del capitalismo. En aquellos tiempos, por primera vez ser un hombre de negocios ya no es motivo de vergüenza ni de marginación; por el contrario, empieza a tener un lugar de privilegio para algunos sectores venidos a más con la industrialización y la aparición de las grandes empresas. Y es en este ambiente que nace el management moderno.
A partir de mediados del siglo XX el éxito en los negocios distancia la hermandad entre las gentes que participan del proceso y los empresarios que aportan el capital societario, todo ello influenciado por el interés desbocado en los resultados económicos.
Poco a poco la sociedad en general se radicaliza, y parece que los beneficios surjan de la nada, o al menos no del conjunto de los hombres que participan en el proceso y de su esfuerzo productivo. El empresario es casi un dios tirano, que busca logros inmediatos, y que cuando los obtiene se reclama como el único hacedor del proceso.
De alguna manera, el desafío de hoy es hacer confluir ese mundo de los negocios con las humanidades, que tantas veces se han dado la espalda, y es a través de la gestión de las personas, los valores de las empresas y una visión social comprometida como puede lograrse.
Es el tiempo de que se acerquen estos dos mundos históricamente separados pero realmente inseparables. Recordemos algo tan obvio como que los negocios los idean, los desarrollan y los enriquecen las personas, y son estas personas las que en sus necesidades y expectativas promueven empresas que les permiten dignificar al máximo la vida de los hombres y mujeres.
Quizá el foco debamos ponerlo en descubrir el gran valor que tienen cada una de las partes del engranaje y en la imposibilidad de separarse los unos de los otros.
Muy paulatinamente y casi sin ruido los valores están volviendo a su origen en la búsqueda de una economía sostenible que permita que todos participemos con igualdad de condiciones en la construcción de este nuevo mundo donde sólo tiene cabida el hombre que está dispuesto a su desarrollo y a entregarse a proyectos de innovación social.
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