Solo. La pesca debía hacerla solo. Le gustaría que el muchacho estuviera con él. «Pero él no está conmigo», se decía una y otra vez. Y pensaba: «No cuentes más que contigo mismo, y harías bien en llegarte hasta el último sedal aunque sea en la oscuridad y empalmar los dos rollos de reserva». Estoy sola mientras miro el infinito cielo que me separa de la ciudad de Monterrey. El piloto avisa que hemos subido por encima de los 10000 pies. Recuesto el asiento y cierro los ojos.
La soledad, cierta impotencia, el desasosiego…
Como el viejo, quizá el pez que he cogido es demasiado grande para mí. Voy analizando la envergadura de la misión en la que me he embarcado. Es posible que combinar la felicidad y el desarrollo personal con la operatividad y la eficacia sea una tarea compleja y demasiado ambiciosa. El viejo se preguntaba si quizá el pez había sido enganchado ya varias veces y había aprendido a escapar. Noto que quiero desligarme de este anzuelo que se clava fuerte en mi pecho. Otras veces lo he hecho. Ahora, quizá, la misión sea más profunda, de mayor calado, y necesite de toda mi profesionalidad. Quizá deba dejarme vencer y entregarme sin más.
Como el anciano marinero me gustaría que alguien estuviera conmigo. Quizá no lo cuidé cuando me acompañaba. Es posible que haya un poco de descuido cuando estoy cerca. Ahora en la añoranza es fácil pensar que voy a ser mejor.
Finalmente, la vida es como decía el viejo: «El millar de veces que lo había demostrado no significaba nada. Ahora lo estaba probando de nuevo. Cada vez era una nueva circunstancia y cuando lo hacía no pensaba jamás en el pasado». No importaba qué vez había sido la mejor, al igual que, en lo que a mí concierne, tampoco importa el llevar años haciéndolo bien. Es la asignatura de ahora la que interesa. Revalidar lo pasado me aleja de aprender esta materia que aún no he aprobado.
«-El pez también es mi amigo- dijo en voz alta- Jamás he visto un pez así, ni he oído hablar de él. Pero tengo que matarlo. Me alegro que no tengamos que tratar de matar las estrellas». Esta tarea es mi amiga. Lo sé desde el principio. En realidad, todas las metas que nos marcamos nos forjan como personas y nos afianzan en un poder que está por encima de nuestros miedos. El viejo pescador no quiere renunciar a sus sueños. Cada una de las estrellas que penden de la infinitud son nuevos proyectos, nuevos peces gigantes que nunca deben derrocarnos. Si mañana tengo otra ilusión, será porque ya haya logrado esta. ¿Podré hacerlo? ¿Superaré el peso de mi carga? Mi anciano y yo seguimos luchando en la noche oscura, caídos los rayos del sol. El agua de la mar brilla tocada por la luz de la luna llena.
«No puedo fallarme a mí mismo y morir frente a un pez como éste – dijo -. Ahora que lo estoy acercando tan lindamente. Dios me ayude a resistir.» No es el momento de fallarnos. Nada puede ser más importante que aprender a elevarnos de nuevo. Cada batalla tiene un pez único sobre el que hay que alzarse victorioso, y para ello hay que resistir a la desidia, a la desesperanza, a los deseos de huir. Mi viejo no era creyente. Ni pensaba que existiera el pecado. Ahora prometía rezar cien Padrenuestros y cien Avemarías. El Padrenuestro le costaba más. Era más fácil el Avemaría. Si, creyentes o no, buscamos apoyos intangibles cuando lo ignoto nos acobarda, si miramos a lo alto imaginando que una luz secreta nos acompaña, nos llenaremos de la fuerza necesaria para seguir. Y, como el pescador, prometemos rezos y cualquier cosa. Lo importante es sentir el nuevo impulso y continuar. A pesar de los daños, de las manos arañadas y cercenadas por los sedales. Los castigos no son nada. Lo importante es no perder la cabeza. Eso es lo que debemos cuidar. El sentido de la realidad. La coherencia es primordial. Mi anciano lo repite una y otra vez: que su mente esté cuerda para acabar esta faena única.
¿Cuándo empecé a sentirme como ahora? ¿En qué punto noté el ahogo y me derrumbé? En la página 51, Santiago, que así se llama mi héroe, decía: «Pero el hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado».
No quiero sentirme derrotada. Algo pesa demasiado dentro de mí. Los días y las noches suman muchos momentos en los que siento que aún puedo mucho más. Preferiría que la marea, los tiburones, el frío y el cansancio me destruyeran, a notar el hielo de la derrota aprisionando mi mente y mis sentidos. Hay que continuar.
«Debiste haber traído muchas cosas», pensó. «Pero no las has traído, viejo. Ahora no es el momento de pensar en lo que no tienes. Piensa en lo que puedes hacer con lo que hay.»
Seguramente fue en este instante cuando tomé conciencia del contenido de las páginas anteriores. Porque después de todo, el anciano todavía pensaba en lo que podía hacer. Su experiencia le decía que ya todo estaba perdido. El olor a sangre fresca atraería a más galanos o dentusos (tiburones de dientes muy grandes). Pero Santiago, mi viejo pescador, siguió hasta el final.
Un empujón más hacia la victoria. Ya casi no queda nada de su presa. Los tiburones han destrozado su pieza del día 85. Como había aventurado Manolín (así se llamaba el muchacho con el que había pescado los primeros 40 días), el día 85 era el día del triunfo. Aquellos malvados tiburones habían sido derrotados uno tras otro. Había perdido el arpón, el cuchillo que había atado al remo se fue con el dentuso. Aún tenía un remo y un bichero con el que golpear a todos los que se acercaran. Uno a uno golpeo mis miedos, mis dudas, mis temblores.
De su trofeo ya sólo quedaba la cabeza. A pesar de todo esto, mi amado Santiago siguió hasta el final. Fue destruido, pero nunca derrotado. Lo esencial va atado al bote de nuestra vida para siempre.
Arribó cerca de la Terraza. El pueblo entero estaba dormido. Dejó el bote en la orilla. Habían pasado casi tres días desde que se había adentrado en la mar. Subió sus aperos a la choza. Ni un solo instante pensó en dejarlos abandonados al rocío de la noche. Tuvo que pararse varias veces porque el cansancio le doblaba.
Reviso mi agotamiento y me sonrío. Me río del cansancio de todos, y de la queja de cada uno de los que conozco.
Manolín llega corriendo a la choza. Santiago dormía boca abajo. Manolín lloró cuando vio sus manos. Salió corriendo a la Terraza a traer un café caliente. Siguió llorando. No le importaba nada que le viera todo el mundo. Cuando volvió, esperó a que despertara, y fue calentando el café con unos leños. Hablaron de muchas cosas. Como se hablan los que luchan juntos. Los que conocen lo avezado de tu lucha. Los que respiran el mismo aire de batalla que tú, y que no cejan en esperarte y darte el aliento para la nueva confrontación.
Santiago y Manolín volverán a la mar juntos. En la choza, el viejo que durante 84 días no había pescado nada, duerme, y Manolín, sentado, le contempla. Mañana será otro día.
Voluntad, confianza, una gran paciencia, la mayor motivación por conseguir los anhelos. Un objetivo claro y la disposición para hacerlo. Una relación entrañable en la que dos miran el mundo con ojos diferentes, pero hacia el mismo lugar.
El avión aterrizó. Cerré el libro y agradecí a Hemingway su riqueza literaria, aunque El viejo y el mar es algo más que un libro.
Este es el final del primer libro fórum. ¿Qué os ha parecido? Vuestros comentarios me ayudarán como siempre
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