Cuando las circunstancias parecen adversas, la indecisión nos agita y hace que nos tambaleemos inquietos y dubitativos sobre qué es lo mejor, si quedarse quieto y dejar que la borrasca pase,  o por el contrario levantarse en armas contra el miedo e iniciar nuevos proyectos con savia renovada para hallar oportunidades de cambio y progreso.

Una parte de la sociedad aboga por rendirse ante el temor, y la otra proclama la necesidad de aventurarse, ajena al posible fracaso.

Hace unos días la prensa decía que más de un millón de pequeñas compañías españolas habían cerrado en los últimos meses. Cifra escalofriante que denota la situación tan extrema que se está viviendo en el mundo de los negocios. Algunos de estos cierres seguramente han sido propiciados porque han cedido los pingües beneficios y es necesario un mayor esfuerzo para lograr lo mismo. Otros habrán exprimido su confianza hasta el final, perdiendo todo su patrimonio y quedando endeudados por mucho tiempo. Los menos se han visto engullidos por la situación sin conciencia de cuál era el sentido de su presencia en los mercados. Sea como fuere, no se habla del número de valientes o insensatos que han optado por batallar contra la adversidad.

Sería aconsejable que estos luchadores hubieran ejercido la cautela en la toma de su decisión, y que no hubieran estado imbuidos de una inconsciencia excesiva, convencidos de que a ellos nos les afectaría la crisis global.

La cautela nos aísla de sacrificios innecesarios y nos protege de pensamientos absurdos. Es esta cualidad la que orienta la toma de decisiones hacia la paz y la tranquilidad de cualquier proceso que se esté originando. Se nutre de la experiencia y el análisis de todo lo que se ha aprendido, y toma en cuenta todas las variables sin detenerse ni obviar ninguna. Se trata de la cautela imprescindible en el inicio de una relación, cuando nos encontramos en situaciones nuevas, cuando viajamos, caminamos, hablamos. En fin, aquella que desplegamos en todos los momentos en los que el primer paso apoya o sentencia los siguientes.

La cautela nos aproxima a una inteligencia social muy necesaria. En sí misma nos exige conciencia para las decisiones, a la vez que demanda vencer los miedos a la hora de  definir opciones, para no caer en la cobardía. La confianza personal y la seguridad en los criterios son el fundamento que nutre la cautela, que no es otra cosa que el respeto a las circunstancias personales y del entorno. Un alto grado de empatía con nosotros mismos afianzará la mesura en las vivencias en las que existe el peligro de que nos desbordemos.

El coraje acompaña permanentemente a la cautela porque es imprescindible luchar y enfrentarse a muchas situaciones para lograr las metas propuestas. El valor que exige la defensa de nuestros ideales y de nuestros objetivos conlleva un punto de equilibrio entre la temeridad y el propio coraje. Medir con quién y cómo enfrentarnos ante las dificultades o las adversidades propias de cada proyecto es una tarea complicada, pues normalmente nos dejamos arrastrar por nuestras pasiones y el amor al éxito.

El coraje nos exige avanzar en las relaciones aunque nos asusten los compromisos, luchar por el trabajo soñado, encarar situaciones retadoras, invertir a pesar de las inclemencias económicas, desarrollar ideas innovadoras, defender lo indefendible… El coraje nos impulsa a ir más allá cada día.

Nuestra vida necesita balancearse con la cautela y el coraje para finiquitar nuestras metas sin dejarnos la piel en el camino. Los enemigos son la cobardía y la temeridad, anclas que nos inmovilizan cuando las circunstancias muestran su peor faz.

Hoy es un buen día para acompañarnos de cautela y de coraje. La una y el otro son la mejor pareja para no detenernos en el camino de búsqueda de nosotros mismos y el desarrollo de nuestra confianza.