Los discípulos de la escuela Tendai estudiaban meditación antes de que el zen entrara en Japón. Cuatro de ellos, que eran amigos íntimos, se prometieron observar siete días de silencio.
El primer día todos estuvieron muy callados. Su meditación había comenzado bajo felices auspicios, pero cuando llegó la noche y disminuía el aceite de las lámparas, uno de los discípulos no pudo evitar decir a un sirviente:
— ¡Ocúpate de esas lámparas!
Sorprendido al oírle hablar, el segundo discípulo observó:
— Se supone que no tenemos que decir ni una sola palabra
—Los dos sois igual de estúpidos. ¿Por qué habéis hablado? – intervino el tercero.
—Yo soy el único que no ha dicho nada -concluyó satisfecho el cuarto.
CINCUENTA CUENTOS ZEN
Algunas veces mi maestro me contemplaba fijamente cuando yo dejaba lo que estaba haciendo para mirar a mis compañeros con el afán de imitarles. Cuando me encontraba con sus ojos fijos sentía una especie de vértigo. Algo no estaba funcionando. No había enfado, ni palabras que me dieran pistas.
Esta situación, que se repitió con frecuencia, me confrontaba con mi mismidad. Nada era tan importante en aquel momento como saber qué me decían aquellos ojos tan queridos con su mirada profunda y quieta.
Con el paso de los años fui comprendiendo que sólo podía aprender si fijaba mi atención sobre las tareas que me proponía. Tareas que previamente había diseñado para mí. Con paciencia me enseñaba cuáles eran los objetivos, cómo desarrollar los procesos y qué utilidad tenía el producto final. Me ponía un ejemplo claro de cómo materializarlo y después se alejaba dándome el espacio adecuado para trabajar.
La vida es maestra de nuestros propósitos y sólo podemos acometer con éxito los que nos incumben. Independientemente de lo que sucede en el mundo, nuestras pisadas dejan la huella indeleble de nuestro paso por la vida.
¿Te has disculpado alguna vez alegando que otros hicieron lo mismo?
Un día para no disculparnos con los errores del entorno.