¿Cómo habéis recibido el post anterior sobre el efecto del azúcar?, ¿os han incomodado las indicaciones? Seguro que los helados y las bebidas azucaradas propias de este tiempo os han ganado el pulso, y os han obnubilado con sus atractivos sabores y efectos eufóricos inmediatos.
La búsqueda de emociones rápidas nos sumerge en las veleidades de lo prohibido, dándole preponderancia al apetito sobre cualquier intención de cambio que vayamos a realizar, sin importar excesivamente si el resultado es o no satisfactorio a nivel de salud.
Los estudiosos de estos temas han coincidido en que las personas preferimos el malestar de una digestión copiosa a la supresión de algún alimento muy ansiado. Pensamos que detrás de estas decisiones, que a priori pueden parecer incongruentes, están escondidas unas prioridades emocionales que reducen la coherencia y el razonamiento lógico.
Queremos centrarnos en detectar recursos que nos ayuden a resolver situaciones de confrontación profesional o personal. Estos medios nos serán de gran utilidad para superar pruebas complicadas, distender reuniones tensas, ganar negociaciones comprometidas… porque cada una de estas experiencias precisan de una atención y calma que la alimentación emocional favorece sin duda.
Empecemos por conocer los alimentos que suministran la mayor parte de la energía metabólica del organismo: los llamados macronutrientes, o hidratos de carbono, grasas y proteínas. Cuando ingerimos estos macronutrientes, se generan complejas reacciones hormonales que regulan la mayoría de las funciones del cuerpo; desde controlar los niveles de azúcar en la sangre, hasta los mecanismos básicos de supervivencia que entran en juego en el estrés, el miedo y casi todos los procesos emocionales.
¿Cuántos decidís el menú del día pensando en si estáis comiendo hidratos, grasas o proteínas? Estos macronutrientes empiezan a sonar en nuestras vidas cuando el índice de colesterol en sangre se eleva, o cuando la báscula nos asusta o el ácido úrico se dispara, es decir, cuando los marcadores nos avisan del riesgo de una enfermedad; sin embargo, pocos hemos observado que, a la vez que se disparaban los lípidos en sangre, el carácter se nos tornaba un poco más «ácido» y hasta violento, con pequeñas crisis de cólera y algún brote de malhumor fuera de contexto. Que la subida de peso coincidía con una bajada de autoestima o necesidad de afecto desmesurada, o con una crisis emocional descontrolada. Tampoco hemos apreciado un estrés económico o profesional coincidente con una rendición a los desmanes alimentarios que desregularon los niveles de ácidos en sangre.
Lo habitual es que emoción y química vayan disociadas y no incidamos en una para resolver la otra, o viceversa.
Mañana continuaremos con este post que ha resultado un poco largo. También incluiremos una receta para el Buen Vivir con una fotografía de Javier Peñas Capel.
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