Un día, no importa cuál, decides emplear un poco de tu saturado tiempo en ver un debate televisivo, lo que te acarrea asumir la realidad de tu aislamiento político. A tu alrededor observas movimientos sociales y cómo muchas de tus personas cercanas disputan por si aquella ley es mejor que la otra, o si habría que suprimir una o modificar otra. Sea cual sea la cadena elegida, te encontrarás un grupo de personas que se gritan y no respetan su turno, que en realidad no están dispuestas a escuchar lo que dice el otro porque lo prioritario es anular la argumentación del contrario para lograr adeptos a su causa. Todas las cadenas han elegido un modelo de comunicación donde el consenso, la persuasión y el respeto no existen.
Parece haber una estrategia oculta para que sigamos viviendo en las dos Españas, la roja y la azul, la conservadora y la radical… Dos Españas que ya no tienen sentido, que sólo provocan desinterés, apatía y un tedio intrínseco hacia cualquier cosa que huela a política.
El presentador de turno, que suele carecer de autoridad, es un mero observador que asume que alguno de los contendientes ganará la batalla. Su actuación es pues un mero formalismo. Sin embargo, es en el plano político donde debería sobresalir el buen hablar, asumiendo que es el mejor modo de llegar a consensos, de poder persuadir a los contrincantes de cuál es la vía óptima para la mejora social y personal. Es en el plano de la política donde deberían abundar los grandes comunicadores para motivar a las personas y hacer florecer su ilusión recobrando el vínculo entre el pueblo y sus actuaciones para sensibilizar a todos de que el camino hacia los logros depende del acuerdo y la colaboración de cada uno. Se habla de comunidades que buscan su independencia como un grave punto de inflexión política. Y sin embargo no nos asusta el bipartidismo y la fuerza que ejerce sobre la opinión pública. Estamos impregnados de una visión de buenos y malos, y nos olvidamos de que estamos en un mismo barco. Que unos remen hacia una dirección y otros hacia otra sólo nos puede llevar a la deriva.
Propongo un curso acelerado de persuasión para nuestros parlamentarios y debatientes. La persuasión es, sin duda, el comportamiento comunicativo que permite las aproximaciones ideológicas, éticas o de cualquier otro tipo para así deshacer equívocos entre las partes. La persuasión es el medio ideal para relativizar conflictos de toda índole. Sin duda, los participantes del debate no ocultan su intención convencer de sus puntos de vista. No les interesa debatir sobre ellos. Y si bien es cierto que el acto de persuadir busca movilizar a los interlocutores hacia una visión diferente, hay una gran diferencia entre la intención de persuadir y la de manipular. El manipulador busca tergiversar, modificar o cambiar los hechos para controlar los comportamientos o las decisiones de otros en beneficio propio. El área de mejora de nuestros debatientes u opinantes es cambiar la manipulación por la persuasión para lograr transparencia y claridad en los conceptos.
Cabe exigir que nuestros políticos y los debates que se propician en los medios estén enfocados hacia la transparencia, la eliminación de la manipulación y el deseo flagrante de tergiversar la información para arrastrar a los telespectadores a un magma de desencanto y de aversión hacia la política. Esta actitud es impropia de un pueblo inteligente, consciente de que la política es el impulso movilizador de los cambios sociales, del crecimiento de los pueblos y de la coexistencia de los habitantes del mundo.
Volver al pensamiento crítico es una tarea exigible para ahondar en los cambios y en el progreso.
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