No sé en qué momento sentí el nudo en la garganta y noté la humedad en mis ojos. Me recosté sobre los cristales del avión buscando esconderme de cualquier mirada. Mi compañero del 2H me había saludado cuando tomó asiento. Apenas le contesté. El libro permanecía recostado sobre mis jeans mientras mis manos temblorosas lo sujetaban.
Había pasado 54 páginas. Una a una las había embebido. Unas recogían momentos entrañables, otros de gran dureza. Muchísimas de aquellas líneas eran un recreo de la mar y el viento que tocaba las olas mientras los peces voladores jugueteaban buscando pececitos que asomaran su cuerpo fuera de las aguas. El personaje, un viejo pescador, confiaba en su experiencia en el arte de la pesca. Y era meticuloso, metódico. Aunque el día fuese aciago recogía sus aperos uno a uno. Con un cuidado impecable los subía hasta su choza para preservarlos del rocío de la noche.
«Yo prefiero ser exacto. Luego cuando venga la suerte estaré dispuesto.» Liberarse y dejar que el azar hable por nosotros. Quizá esa fuera una solución. Ser menos estricto, menos exigente con todo. Dejar que el barco viaje un poco a la deriva. Habían pasado más de 84 días sin pesca. Había salido a la mar un día tras otro, y los aparejos de la pesca habían vuelto vacíos. Los otros pescadores tornaban con sus botes llenos. Pero el anciano no dejaba las cosas al azar. La suerte de los otros contra su exactitud. Pensé en mis éxitos cuando otros habían fracasado. En mis amigos confiando en mi año tras año pese a las crisis, a los golpes de fortuna. Mi barca estuvo siempre repleta. Ahora había sido diferente. Algo no había hecho bien esta vez. Mi anciano y yo debíamos revisar qué nos pasaba. Quizá me faltó comprensión. No todo es conocer y saber. A veces hay que dejar que las aguas nos lleven sin perder el timón ni el rumbo.
El remaba solo. Contra la brisa, a favor de la corriente. Con los ojos dolidos del sol. Le dolían menos cuando miraban al Este. Y tomaba el aceite de hígado de tiburón, aunque todos detestaran su sabor. Él mismo se daba razones sobre la conveniencia de tal brebaje para mantener más saludables sus ojos y evitar los catarros y las gripes. Sin embargo, su barco volvía vacío, y el de sus compañeros lleno. Flexionar quizá un poco y hacer una mezcolanza de luces y sombras. A veces no basta con ser voluntarioso. Yo lo soy mucho. A veces demasiado. Pensé, como mi viejo lobo de mar, que eso era suficiente; sin embargo, los imponderables nos aplastan. Y hoy las redes vuelven vacías.
De vez en cuando su cabeza se despistaba pensando en su gran hobby, el béisbol, y se reprendía: «Ahora hay que pensar en una sola cosa. Aquella para la que he nacido. Pudiera haber un pez grande en torno a esa mancha». Conocía su propósito vital. Saber para lo que has nacido… Una pregunta constante. Tortuosa. Qué hago aquí. Para qué sirvo en este momento. Preguntas para las que mi viejo amigo había hallado la respuesta. Él era un pescador. Estaba allí para pescar el pez más grande del mundo y sólo tenía que escuchar, atender, avistar… El resto había perdido el sentido.
Volví la atención a la pista. Sentí correr las ruedas, y el balanceo de la cola elevando el cuerpo del avión. Monterrey quedaba abajo. Allí dejaba a mis amigos regios. Tengo que escribir mucho sobre ellos, pensé. He dejado muchos instantes bellos para escribir. Yo quería pescar el pez más grande del mundo en esta tierra. Sé que he nacido para esto. ¿O no?
Mi viejo pescaba bonitos y doradas para mantenerse fuerte. Pero su meta era un pez grande. Era el día 85 y estaba seguro que ese era el día.
Se había alejado mucho de la costa. Ya no podía ver las verdes colinas. El viento le llevaba al Nordeste. Pensaba en dejarse dormir e ir a la deriva. Pero no podía.
« ¡Ahora!», dijo en voz alta, y tiró fuerte con las dos manos. Ganó un metro de sedal. La presa era suya. Todo el esfuerzo no estaba ahí. Las victorias no están cuando la presa cae en nuestras redes. Ni cuando hemos acabado nuestras carreras, e iniciamos nuestros primeros andares en organizaciones, como ese pez, más grande que nuestras propias fuerzas. No. Lo complicado empieza ahora. Es en este instante donde se miden las fuerzas. El viejo ni siquiera sabía cómo era su captura. Intuía que era enorme. Quedaba mucho para vencerle. Ambos tenían una estrategia. El anciano esperaba que el pez no se diera cuenta de cuán frágil era su fuerza. Si el pez optaba por irse al fondo le arrastraría. Pero eso el pez no lo debía conocer. Pensé en mi primer trabajo. En el señor P., que confió en mí. Necesitaba aquel trabajo más que cualquier otra cosa. Me mostré con tal confianza, que no dudó ni un momento que no fuera la experta que parecía. Qué fuerte fui para conquistar el enorme pez. Pero qué dura fue la batalla para mantenerme con el sedal sujeto, para aguantar las dentelladas de mis primeros errores, de las exigencias incumplidas, de los tiempos fallidos.
Quedan lejos estos días, que han dejado marcas. Como las que tiene el viejo en su espalda por sujetar el sedal con ella. Debe quedar flojo para que la presa no lo tensione en exceso.
Ya han pasado unas horas desde que el pez fue capturado por el sedal. Ha transcurrido mucho tiempo desde que me inicié. Arriba el cielo se carga de nubes y el avión las cruza para posarse suavemente sobre ellas. Cierro los ojos y descanso. Mañana seguiré, hoy sólo quiero permanecer así. Entre las nubes y soñando con un nuevo despertar.
Libro: El viejo y el mar
Autor: Ernest Hemingway
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