Decía Lafargué que la diferencia entre una persona culta y una inculta es que esta última necesita más dinero para pasar el fin de semana. Pensaba Lafargué que la cultura es una fuente comparativamente barata de entretenimiento. Los interesados en la cultura tienen muchas más fuentes a las que recurrir para entretenerse: una vida imaginativa y artística más rica. Los días del inculto son todos iguales. Si creemos en las palabras de Lafargué, podríamos incluso concluir que el sentido último de la cultura es luchar contra el aburrimiento.
La pereza obliga a no hacer nada. Es la falta de cualquier actividad, sea física, emocional o mental. Ya en la antigua Grecia se tenía muy claro la diferencia entre el trabajo y la actividad. Los filósofos griegos consideraban una ignominia tener que laborar. Eso era para los labreros, jornaleros o cualquier individuo falto de cultura. Sin embargo, ninguno de ellos habría optado por la inactividad o la ociosidad. Todos ellos eran dados al estudio, el debate, la enseñanza o a cualquier otro tipo de arte que les pudiera engrandecer su espíritu y su alma.
Si analizamos a los niños bien educados en las artes de ser niños, donde se profesa la debida obediencia, se mantienen hábitos y se les entrena para su evolución y desarrollo, podríamos encontrar un gran paralelismo con los dos ejemplos anteriores.
En su mundo particular, el niño es culto cuando sabe emplear todas sus capacidades «culturales» para entretenerse. El juego es su ciencia y aprende a desarrollarlo plenamente cuando va creciendo en esa habilidad. Si a un crío se le entrena para aprovechar todas sus facultades, no precisa ayuda externa para distraerse. Su mundo imaginativo y artístico es ilimitado y fructífero.
La curiosidad por saber cosas nuevas y practicar novedosos experimentos le mantendrá atento y tranquilo, lo que no quiere decir estático. Mientras que si no aprende estas artes, el aburrimiento le aprisionará. La cárcel de su desgana le obligará a «distraer a otros» para soportar las horas de tedio. Estará intranquilo, se moverá permanentemente y requerirá que el entorno le entretenga. En suma, su diversión será mucho más «cara», porque la exigencia de un niño es siempre insaciable. Los niños son incapaces de soportar el aburrimiento.
El niño es acción en estado puro. Aprende de su interacción con el medio y con él mismo, y de este modo va conformando su aprendizaje vital. Así se instruye. Toma referencias diferentes y de diversos matices. Le impactan las reacciones que su comportamiento provoca en los demás, y de ahí saca conclusiones sobre sí mismo. El niño es un observador permanente de las acciones y reacciones que se derivan de sus actos.
Las directrices para un niño deben respetar esta faceta infantil. Cada niño es un mundo. Viene de diferentes culturas familiares, sociales, económicas.
Estas marcadas diferencias provocan su curiosidad de manera inconsciente. Su mente, al igual que los filósofos antiguos, se completa con las cosas que va descubriendo, con los aspectos que le sorprenden cada día. Va evolucionando a su ritmo. El niño busca que sus actos sean reconocidos y valorados como suyos. Como únicos y diferentes. Juega un rol donde lo importante es aquello que le hace ser y sentir quién es.
Isabel Díaz Arnal, en su libro Niños conflictivos, de la editorial Escuela Española, lanza la tesis de que no hay niños perezosos, de que los perezosos son los padres, los profesores y los médicos que no investigan las causas de las inferioridades que deploran. La autora ha realizado un trabajo profundo sobre todas las posibles causas de que un niño muestre actitudes indolentes ante las tareas o el tiempo de estudio. Para mí, el problema es previo a cualquier actividad didáctica.
Cuando el niño acude al colegio y hay una exigencia escolar, ya ha vivido previamente un proceso familiar en el que, posiblemente, hayan mermado la inquietud natural para indagar sobre su entorno y las oportunidades de crecimiento que la vida en general, y la escuela en particular, le ofrece.
Cuando un niño se aburre es porque los educadores, padres o cualquier adulto que está a su alrededor le satisface su curiosidad y le arrastra a la inactividad, inimaginable de otra forma en un niño.
Eduquemos a nuestros pequeños para que su curiosidad sea infinita y deseen aprender todo aquello que necesitan para ser felices y cumplir sus expectativas, que en ningún caso tienen que ser las nuestras. Nuestros hijos son inteligentes, o quizá no tanto. En cualquier caso, son ellos mismos. Mientras que se estén moviendo, observando, inquietos, nerviosos… nos están exigiendo educación y orientación. Decir que son perezosos es simplemente obviar su necesidad y la nuestra.
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