p>En el post 44, dedicado a la familia, veíamos cómo a partir de los 8 años el niño empieza a reaccionar ante los impulsos externos buscando su espacio, y establecimos la necesidad de implementar un modelo «pedagógico» conductista, que colaborase con el crío para construir su estabilidad emocional a través de la apertura de canales novedosos de mirar el mundo. La meta de ese modelo era conformar la conducta.
Ya casi con 10 años, cuando se aproxima la ruptura con la familia y el inicio de una vida social participativa, y de alguna manera conflictiva, el niño necesita tener incorporadas respuestas propias ante estos nuevos retos. Si bien el «modelo por repetición» le aportó confianza porque asentaba sus valores ante las costumbres y modos heterogéneos del entorno, no cabe duda de que se va a sentir desorientado cuando choque con otros valores de tinte muy diferente a los suyos y que no ha vivido, ni visto, durante su evolución en el seno familiar. Este proceso, propio de la etapa de 10 a 12 años y que se proyecta en los años juveniles, exige herramientas para construir su propio camino. El niño precisa dos fuentes de las que beber y nutrirse: la familia y la enseñanza.
El material didáctico lo forman los hábitos e integración de sus propias rutinas, así como el aprendizaje de conductas recibido de sus educadores y de las relaciones próximas, quienes son supervisores e incitadores de las actuaciones que se esperan del muchacho. Ahora bien, el crío necesita avanzar y empezar a practicar escenarios nuevos en los que pueda experimentar qué sucede y por qué sin respuestas ajenas a sí mismo. Sin este proceso, la confianza que se había logrado anteriormente pierde consistencia, y aparecerán crisis de inseguridad y pequeñas dificultades para expresar sus pensamientos o para descorrer los velos que cubren los orígenes de sus objeciones y posteriores réplicas.
Cuando se inicia el paso de la niñez a la juventud, corresponde aprender a través de la investigación y la experiencia razonando y extrayendo conclusiones que fluyen del interior al exterior paulatinamente, como si se tratara de un arroyo en la montaña escondido entre las lindes de los prados a los que humedece, y casi invisible a los ojos del observador poco experimentado.
El niño- joven ya no se limita a seguir las directrices del adulto, sino que balbucea iniciativas propias, alejándose del receptor pasivo y viviendo proactivamente los estímulos externos. El niño se concibe como un ser activo, lleno de posibilidades, siendo mejor cuanto más piensa y más rápido resuelve problemas individualmente. El adulto debe desempeñar el papel de mediador, de pacificador de los vientos que agitan el alma inexperta de nuestro jovencito incipiente, tambaleante. Lo que pretende el modelo constructivista es elevar su mirada por encima de lo que ya conoce, con el corazón abierto a los que saben y cerrado a los impositores y cercenadores de estas libertades hacia el conocimiento de la vida y la independencia intelectual. El constructivismo es una luz para borrar la infalibilidad de algunos y aprender a escuchar y modelar a otros.
Este modelo favorece la toma de decisiones. Emitir juicios de valor implica la participación impulsora de los adultos que interactúan en el desarrollo para construir, crear, facilitar, liberar, preguntar, criticar y reflexionar sobre la comprensión de las estructuras profundas del conocimiento.
El eje del modelo es el aprender haciendo. El «experimentado» es un facilitador que contribuye al desarrollo de las capacidades de los muchachos para pensar, idear, crear y reflexionar. El objetivo es desarrollar las habilidades del pensamiento de los jóvenes para que ellos puedan progresar, evolucionar secuencialmente en las estructuras cognitivas y acceder así a conocimientos cada vez más elaborados.
Seguiremos con este modelo el martes próximo.